lunes, 23 de enero de 2017

A modo de esperanza





 Piranesi. Cárceles imaginarias

Cinco de la mañana. Después de poner la fecha de este día, día histórico en Venezuela, que a muchos permite la renovación de alguna esperanza, abrí uno de los diarios de Ernst Jünger y apareció, precisamente, esta entrada:

Entre las imágenes de los sueños vuelve, como me ha ocurrido también en la mañana de hoy, la de una gran estación ferroviaria; se trata de hacer trasbordo. La estación se halla lejos del centro, tal vez en un suburbio de Berlín; los trenes que llegan a ella lo hacen por vías a nivel del suelo y por líneas elevadas; los trenes que van a la ciudad son líneas subterráneas. El conjunto es sombrío, confuso, como los Carceri de Piranesi. Los pasillos, laberínticos, se hallan interrumpidos por barrera y taquillas; a oleadas, como en las convulsiones de los dolores de parto, son invadidos por muchedumbres que dan miedo. Hay itinerarios que no llevan a ninguna parte, billetes perdidos o equivocados, equipajes robados, separación de los acompañantes, andenes falsos, enlaces a que se llega con retraso. Dios mío, nunca se alcanzará la meta.
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Repetir la última frase de Jünger entre signos de interrogación, es -para decirlo con un título levemente retocado de José Ángel Valente- un modo de esperanza.

viernes, 13 de enero de 2017

Unamuno y las memorias eternas





Unamuno y doña Concha

Después de muchos meses sin asomarse, Toto De Lima y el Turco Najul me hicieron esta mañana una visita de médico. Cuando Toto, en la cocina, mojó la galletita en el café, supe que, al morderla,  vendría el recuerdo de una lectura. En efecto, antes de que el Turco comenzara a recitar la parodia proustiana de su “baisano” Saer, de Santa Fe, Toto citó a uno de sus autores predilectos, para cuyo recuerdo no requiere de café ni de medialunas (“de galletitas, parece que sí”, dice el Turco). Con presunto acento vasco, Toto refirió cuanto sigue:  

En esta sociedad, compuesta de camarillas que se aborrecen sin conocerse, es desconsolador el atomismo salvaje del que no se sabe salir si no es para organizarse férrea y disciplinariamente con comités, comisiones, subcomisiones, programas cuadriculados y otras zarandajas.

Hizo una pausa para seguir comiendo galletitas con café y me  preguntó: “¿Desde cuándo no lees a Unamuno?”. Sabía que la pregunta era una especie de reclamo. No esperó mi respuesta y prosiguió:

No se ha corregido la tendencia disociativa, persiste vivaz el instinto de los extremos, a tal punto, que los supuestos justos medios no son sino mezcolanza de ellos (…), se busca por unos la evolución pura, y la pura revolución por otros, y todo por empeñarse en disociar lo asociado y formular lo informulable.

Como Toto ama la estética del fragmento, prefirió dejar sus recuerdos hasta ahí, diciéndome: “Si glosas lo que acabo de recordar, no se te olvide decir que eso es de Unamuno, que está en un libro suyo publicado hace 115 años, titulado En torno al casticismo. Y no vayas a decir cuántas galletas me comí ni que derramé café sobre la mesa”.

El Turco, por su parte, se despidió, confesándome en voz baja: “Me tenía hasta aquí con Unamuno, pero ayer me mostró un poema y volví a fascinarme con don Miguel. Búscalo. Empieza así: Llueve desde tus ojos alegría”.

Apenas salieron, fui hasta la “ordenada” Babel y busqué el libro citado por Toto, para precisar las citas y, por supuesto, el poema que me dijo el Turco. Copio sus versos finales. Valen oro:

Mas entre tanto por si el día llega

en que antes de parárseme en el pecho

el corazón insomne

cubran mi mente

las sombras de la noche,

dame ese libro,

que aquí, con él, tendido en nuestra cama,

recorreré los siglos que pasaron

mientras el nuestro pasa,

dándole a mi alma medieval el cebo

de memorias eternas.

Y tú vendrás, y al levantar mis ojos,

de las queridas letras,

encontraré a los tuyos que me miran

con su clara dulzura

metiéndome en el alma

hambre de vida.

(Miguel de Unamuno, julio 1912)

Del tiro, se me olvidó decir que las citas unamunianas de Toto, son, aquí y ahora, una pedrada en ojo de boticario. Pero mejor así. Hubiese sido redundar. Me quedo en la enorme resonancia del poema, en el amor de años que allí se venera, en esos ojos y en su hambre de vida.

miércoles, 4 de enero de 2017

El caballo de Turín



El caballo de Turín. Película de Béla Tarr
 
Seis de la mañana y una imagen: el caballo de Turín. Es el de Béla Tarr. También de Nietzsche, por supuesto. Lo recordó así Frédéric Pajak (La inmensa soledad):

“Primeros días de enero de 1889. Friedrich Nietzsche sale de su casa. En la estación de coches, ve (o cree ver) un pobre caballo maltratado con saña por su cochero. De pronto se abalanza sobre el cuello del animal y lo abraza llorando, antes de derrumbarse, presa de un ataque de apoplejía. Su casero Davide Fino, lo recoge y consigue llevárselo a casa. Nietzsche permanece inmóvil y mudo, durante horas y horas, tumbado en el canapé. Durante los días que siguen, se lanza sobre el piano. Y lo que sale por la ventana de la pequeña habitación es una música que podríamos calificar con propiedad de espantosa. Gritos, cánticos y los más variados monólogos funestos se mezclan con los acordes arrastrados y disonantes.

Nietzscehe tiene cuarenta y cuatro años. Está loco de manera irremediable”.
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El caballo de Nietzsche también lo fue de Dostoievski, como lo refirió Ricardo Piglia en una nota de un diario suyo incluido en Formas breves (Anagrama, Barcelona, 2000. Pag 86):

Lo increíble es que la escena (la de Nietzsche) es una repetición literal de una situación de Crimen y castigo de Dostoievski (capítulo 5 de la I parte) en la que Raskólnikov sueña con unos campesinos borrachos que golpean un caballo hasta matarlo. Dominado por la compasión, Raskólnikov se abraza al cuello del animal caído y lo besa. Nadie parece haber reparado en el bovarismo de Nietzsche que repite una escena leída. (La teoría del Eterno Retorno puede ser vista como una descripción del efecto de memoria falsa que produce la lectura
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Poco antes, Cósima Wagner había tenido noticias de Turín. Su amigo ya era el dios Dionisos. Juan Gil-Albert, en un magnífico poema dedicado a los carteros, recrea el instante en que ella se entera:

Paso a paso
distribuye este hombre entretenido
las nuevas que banales o apremiosas
le han sido confiadas.

Pero un día
deposita ese sobre que contiene
con fiero laconismo el gran suceso
de una generación. Alguien descifra:
-una mujer velada y temblorosa-
“Ariadna, te amo”. Y es que Nietzsche
acaba de sumir su genio augusto
en la locura eterna.

En el piso 3º del número 6 de la via Caro Alberto, en Turín, un hombre se aferra a las pruebas de su último libro: Nietzsche contra Wagner. Entra Franz Overbeck “para llevarse a su amigo antes de que lo encierren en algún asilo italiano de mala muerte” (Pajak).

Al día siguiente parten juntos para Basilea. En el trayecto, dice Pajak, Nietzsche canta con una melodía extaña su poema dedicado a Venecia.