lunes, 29 de abril de 2019

Un recuerdo de volatería


 Halconeros en De arte venandi cum avibus, libro escrito por el gran Staufen

Tras ponerle la caperuza a su halcón predilecto, en una de sus muchas conquistas, hoy entró a Ancona el rey de Jerusalén y asombró a todos. Por algo le dicen “el estupor del mundo”. Ratifica ahora sus dominios en la Italia oriental con el apoyo de Ezzelino.  Sin duda, tiene contra las cuerdas a los güelfos. Y al papado, que en vano le ha impuesto dos excomuniones. Son tiempos de cambios. Siguiendo a Joaquín de Fiore, se habla de una nueva edad: la edad del espíritu. Nadie sabe con exactitud si este rey es el mesías o el anticristo.

Acerca de la entrada en Ancona, una descripción de Luis Racionero, en su Raimon, que cito in extenso, me ahorra fantasías:

“Delante iba la guardia mora, trecientos hombres montados en corceles árabes de pura sangre, centelleantes los arneses, resplandeciendo las espuelas de oro, rutilantes las pedrerías de las telas y las sillas. Con ellos iban los camellos, llevando, en lujosos palanquines bailarinas moras de una belleza legendaria, que se decía formaban el harén… Después venían los trovadores, juglares y músicos, tras los que seguía la corte… (Él), a caballo, con su mano finísima en el pomo de la espada, ‘colocada de tal modo que daba a entender a todo el mundo que no tenían más remedio que obedecerle’. Iba rodeado de una poderosa comitiva de altos dignatarios, prelados, pajes y servidores. Inmediatamente seguía un carro con cortinajes carmesíes que transportaba un grupo de sabios: médicos, físicos, matemáticos, astrónomos, de quienes se decía que eran  los más doctos del mundo. Tras ellos bullía el tropel de la gente de caza: halconeros con las aves encapuchadas agarradas a los guantes de cuero (…). Después venía el elefante que le dio el sultán de Egipto… finalmente… como un recordatorio imponente de la fuerza imperial, trescientos caballeros teutónicos revestidos de mantos blancos con la gran cruz negra de la orden que acaudillaba el Gran Maestre Hermann von Salza”.

Él es (debí decirlo antes), además de rey de Jerusalén,  emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y rey de las dos Sicilias. Tiene al poeta Pier delle Vigne como protonotario de cabecera y discute con su amigo Fibonacci, a quien conoció en Pisa, la aplicación del álgebra a la geometría. Se cartea con Duns Scoto y Roger Bacon. Compone poemas y escribe un tratado sobre la caza con halcones. Vive rodeado de aves. Pronto estará en la Divina Comedia y lo arroparán varias leyendas, incluida la de su resurrección. Seis siglos después, Burckhardt lo llamará “el primer hombre moderno que se sentó en un trono”.  

Se llama bellamente Federico II de Suabia.

sábado, 27 de abril de 2019

Rosa, cruz y poesía



 Rembrandt. El jinete polaco. Cuadro vinculado a una leyenda rosacruz

Después de más de un siglo, las lámparas seguían encendidas en la cripta. Detrás de la puerta estaban escritas estas palabras: “Me abriré cuando transcurran ciento veinte años”. ¿Se trataba de un milagro? Tal vez. Lo cierto es que el asombroso descubrimiento confirmó la intuición de los estudiosos hermanos que entraron al sepulcro: el cuerpo del místico Maestro, bajo un magnífico ropaje, estaba entero y conservado. En su tumba había espejos de diversas propiedades, campanillas, pergaminos y hasta un diccionario elaborado por Paracelso. El Formidable Maestro, “en la majestad de su muerte viva” –como escribió Pessoa- recobraba día a día la palabra.
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Recordemos. Al día siguiente de la cena en Ramos Mejía, Bioy Casares le llevó a Borges el volumen de la Anglo-American Cyclopaedia, de cuyas páginas había tomado la espléndida cita del heresiarca de Uqbar (“Los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres”). Además de demostrarle que la misma no era una invención suya, le ofrecía a su amigo la ocasión de saber más acerca del fantástico lugar que lo intrigaba.

En el relato dedicado al prodigioso hallazgo (Tlön, Uqbar, Orbis Tertius), Borges refiere la bibliografía mencionada por la enciclopedia, al final de la entrada sobre Uqbar. Son apenas cuatro libros, ninguno de los cuales ni Bioy ni Borges hallaron nunca. Uno de los volúmenes (Lesbare und lesenswerthe Bemerkungen über das Land Ukkbar in Clein-Asien) –y acá está el detalle- lo escribió Johannes Valentinus Andreä, nombre con el cual se toparía más tarde el autor de Ficciones. Lo informó así:

“…di con ese nombre en las inesperadas páginas de De Quincey (Writings, decimotercer volumen) y supe que era el de un teólogo alemán que a principios del siglo XVII describió la imaginaria comunidad de la Rosa-Cruz –que otros luego fundaron, a imitación de lo prefigurado por él”.

Más adelante nos hablará de una “sociedad secreta y benévola” que contó a Dalgarno y a Berkeley entre sus afiliados y en cuyo “vago programa inicial figuraban los ‘estudios herméticos’, la filantropía y la cábala”. Y agrega: “De esa primera época data el curioso libro de Andreä…”

Ese mismo teólogo publicará en 1616 las Nupcias alquímicas de Christian Rosenkreuz (el maestro del cuerpo incorruptible que aludimos al comienzo). En su testamento, Andreä escribirá esta frase:

Aunque ahora dejo la Fraternidad en sí, nunca dejaré la verdadera fraternidad cristiana que, bajo la Cruz, exhala el perfume de la rosa y está muy lejos de la vileza de este siglo”.
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La señora Frances A. Yates quiso muchas veces persuadir a los historiadores y a la gente sensata del uso conveniente de la palabra Rosacruz para referirse a “cierto estilo de pensamiento reconocible, sin plantear la cuestión de si un pensador de estilo rosacruz pertenecía o no a una sociedad secreta”. Sostuvo que ese estilo (“tipo rosacruz”, así como hay un tipo “barroco”), sin dejar de estar en contacto con las artes, se desarrollaba más hacia la ciencia, pero siempre mezclado con la magia…

En sociedad secreta o lejos de ella, confirmado en una creencia hermética, el rosacruz mantiene un secreto.
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Para el poeta Yeats (anagrama, por cierto, de Yates), la historia de la tumba de Christian Rosenkreuz, es también la de la imaginación. Enterrada por la crítica durante siglos, está preparada para ofrecernos nuevas revelaciones. Su palabra se recobra cada día, aunque esté en las catacumbas. Sus lámparas permanecen encendidas y podemos llamarlas Poesía, y no sólo desde Uqbar. También, desde mi Barquisimeto de hoy, arrumazado.

Auto de Fe con Torquemada incluido



 Pedro Berruguete. Auto de Fe presidido por Santo Domingo de Guzmán

Un obispo se dirige a otro obispo, muerto hace muchos años y al que acaban de desenterrar para cumplir con un auto de fe inexorable. Le refiere que después de su muerte sagrada fue descubierto un libro secreto que reveló la comisión de una grave herejía, pregonada ante muchos inocentes que le creyeron. No le da, por supuesto, la absolución, pero le pide a Dios piedad para su alma y ordena a los enterradores que lo trasladen de inmediato a la pira, preparada ya para recibir el herético esqueleto. El obispo contempla satisfecho las llamaradas que acaban con el féretro y su contenido. Parece decir: “No más cambios en el dogma de la Santísima Trinidad. Ya el fuego ha purificado todo”.

La escena anterior, como algunos recordarán, es de La Vía Láctea, una película que no pude ver completa la primera vez, en la Sala de Conciertos de la UCV, pues mis invitadas, católicas acérrimas, no aguantaron al ateo Buñuel y se salieron. Por razones distintas, como podría inferirse, yo las seguí en la retirada. A los pocos días, solo, vi la espléndida película que hoy he vuelto a recordar, por unas páginas sobre la Inquisición que acabo de leer. En ellas, la excelente pluma de Julio Caro Baroja, sobrino de quien sabemos, se acerca a la figura humana del “inquisidor” y lo hace con tal gracia y seguridad que después de leerlas uno podría revisar la rigidez de nuestras opiniones, comenzando por reconocerlas rígidas…

A pesar del acercamiento al talante no tan odioso de unos pocos “inquisidores”, la inmensa chamusquina que el ominoso Tribunal desplegó a lo largo de la historia, hace cuesta arriba cualquier intento parcial de dispensa. Claro, siempre tendrá apologistas, como lo afirma Caro Baroja al final de su estupendo ensayo. Y lo que es peor: algunos practicantes del ominoso Oficio, que, bajo otros nombres e “ideologías”, prolongan los afanes “purificadores” de todo inquisidor que se respete.
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Confieso, para terminar con cierto humor, que, además, de recordar a Buñuel cada vez que oigo hablar de inquisiciones, viene también a mi memoria el venezolano Aquiles Nazoa, quien en una de sus divertidas piezas de “teatro para leer”, puso en boca de Isabel la Católica estos versos que ella le habría dicho a Colón, quejosa como estaba por las famélicas arcas de la Corona:

Le adeudamos/ a Marchena/ su quincena/ de oración./ “Torquemada/ brinca y salta/ por la falta/ de carbón.

Brincaba y saltaba de rabia, desde luego, al no poder avivar las imprescindibles hogueras de su Santo Oficio...