miércoles, 9 de noviembre de 2016

Una extendida distopía





Edward Hopper

En un “honesto y melancólico” relato de Borges podemos leer que el mundo estará dominado por la desmemoria. Será una época dedicada a fomentar con minucioso rigor el arte del olvido. Aferrados a un tiránico y unánime presente, los espigados habitantes de ese desierto insondable deberán borrar todo vestigio, toda huella del pasado.

La ontología negativa que el mismo Borges había estampado en un poema, y según la cual, “lo único que no hay es el olvido”, será desmentida casi por completo en ese desolado y monstruoso ámbito del futuro que es Utopía de un hombre que está cansado (El libro de arena, 1975). Desaparecidos casi todos los libros, apenas se conservarán algunos y el personaje descubierto por el extraviado narrador exhibirá una rareza: “un ejemplar de la Utopía de More, impreso en Basilea en el año 1518 y en el que faltaban hojas y láminas”. Después de informar que sólo es posible releer, agregará esta frase: “La imprenta, ahora abolida, ha sido uno de los peores males del hombre, ya que tendió a multiplicar hasta el vértigo textos innecesarios”.

De ese hallazgo bibliográfico, quizá sea dable inferir que el libro del utopista inglés es uno de los pocos que ese mundo había destinado a la relectura, dado su carácter fantástico, al igual que la Suma Teológica o los Viajes de Gulliver, pese al realismo de este último, según la opinión de algunos coterráneos del anfitrión de Borges.

La broma de los títulos y el registro del olvido como principio de vida en esa grisura deleznable, serán seguidos de una constatación que nos atañe. El narrador extraviado en el futuro, afirmará, con más pesar que displicencia:

En mi curioso ayer (…) prevalecía la superstición de que entre cada tarde y cada mañana ocurren hechos que es una vergüenza ignorar. El planeta estaba poblado de espectros colectivos, el Canadá, el Brasil, el Congo Suizo y el Mercado Común. Casi nadie sabía la historia previa de esos entes platónicos, pero sí los más ínfimos pormenores del último congreso de pedagogos (…).//. Todo esto se leía para el olvido, porque a las pocas horas lo borrarían otras trivialidades

No creo sea un desacierto decir que el sorprendido visitante borgeano de esa distopía, estaba dando cuenta de la suya, que, sin duda, es también nuestra propia y actual realidad. Somos contemporáneos de lo trivial, y la globalización de los vacíos es, desde hace muchas décadas, la enseña que enarbolamos como consumidores banales y empedernidos. Sin darnos cuenta, hemos ido levantando una colosal madriguera kafkiana en la que estamos encerrados, como Giorgio Agamben lo recordó alguna vez. Presos en nuestra propia trampa, no nos atrevemos a llamarla con el nombre de moda que tanto nos gusta aplicar a situaciones que adversamos o a comarcas imaginadas por otros: distopía. Ese es el nombre del engañoso topos que no sabe compartir el planeta y que olvidó que alguna vez también fue naturaleza.

Reconocer que las pretendidas utopías políticas del siglo XX (y hasta del XXI) resultaron funestas, no tenía por qué llevar aparejada la abjuración automática de lo que Rimbaud llamó “cambiar la vida”, vale decir, la reencarnación poética del mundo, salvo que nos conformáramos (parece que sí) con esta ceremonia del tedio y de la insolidaridad que todo lo tasa y trueca en espectáculo. Hasta la política. Corrijo: sobre todo la política.

Tras muchos desencantos dolorosos, nuestra memoria, que ha acumulado estupendas lecciones para evitar el fanatismo y desenmascarar las carnicerías de los dogmáticos, debería estar preparada para la hermosa construcción de un mundo signado, no por el egoísmo, sino por la fraternidad y la convivencia, virtudes suprimidas, tanto por los iracundos del dogma, como por el insufrible pragmatismo de los otros.

Aceptar que de Dulcinea sólo manan “bermellón y piedra azufre” y no “ámbar y algalia entre algodones”, es, de algún modo, dejar de ser sensibles y conformarse con seguir siendo, entre otras muchas cosas deleznables, machistas redomados.

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