Edward Hopper
En un “honesto y melancólico” relato de Borges
podemos leer que el mundo estará dominado por la desmemoria. Será una época
dedicada a fomentar con minucioso rigor el arte del olvido. Aferrados a un
tiránico y unánime presente, los espigados habitantes de ese desierto
insondable deberán borrar todo vestigio, toda huella del pasado.
La ontología negativa que el mismo Borges había
estampado en un poema, y según la cual, “lo único que no hay es el olvido”,
será desmentida casi por completo en ese desolado y monstruoso ámbito del
futuro que es Utopía de un hombre que
está cansado (El libro de arena, 1975). Desaparecidos casi todos los libros,
apenas se conservarán algunos y el personaje descubierto por el extraviado
narrador exhibirá una rareza: “un ejemplar de la Utopía de More, impreso en
Basilea en el año 1518 y en el que faltaban hojas y láminas”. Después de
informar que sólo es posible releer, agregará esta frase: “La imprenta, ahora abolida, ha sido uno de los peores males del hombre,
ya que tendió a multiplicar hasta el vértigo textos innecesarios”.
De ese hallazgo bibliográfico, quizá sea dable
inferir que el libro del utopista inglés es uno de los pocos que ese mundo
había destinado a la relectura, dado su carácter fantástico, al igual que la
Suma Teológica o los Viajes de Gulliver, pese al realismo de este último, según
la opinión de algunos coterráneos del anfitrión de Borges.
La broma de los títulos y el registro del olvido
como principio de vida en esa grisura deleznable, serán seguidos de una constatación
que nos atañe. El narrador extraviado en el futuro, afirmará, con más pesar que
displicencia:
En mi
curioso ayer (…) prevalecía la superstición de que entre cada tarde y cada
mañana ocurren hechos que es una vergüenza ignorar. El planeta estaba poblado
de espectros colectivos, el Canadá, el Brasil, el Congo Suizo y el Mercado
Común. Casi nadie sabía la historia previa de esos entes platónicos, pero sí
los más ínfimos pormenores del último congreso de pedagogos (…).//. Todo esto
se leía para el olvido, porque a las pocas horas lo borrarían otras
trivialidades…
No creo sea un desacierto decir que el
sorprendido visitante borgeano de esa distopía, estaba dando cuenta de la suya,
que, sin duda, es también nuestra propia y actual realidad. Somos contemporáneos
de lo trivial, y la globalización de los vacíos es, desde hace muchas décadas,
la enseña que enarbolamos como consumidores banales y empedernidos. Sin darnos
cuenta, hemos ido levantando una colosal madriguera kafkiana en la que estamos
encerrados, como Giorgio Agamben lo recordó alguna vez. Presos en nuestra
propia trampa, no nos atrevemos a llamarla con el nombre de moda que tanto nos
gusta aplicar a situaciones que adversamos o a comarcas imaginadas por otros:
distopía. Ese es el nombre del engañoso topos
que no sabe compartir el planeta y que olvidó que alguna vez también fue
naturaleza.
Reconocer que las pretendidas utopías políticas
del siglo XX (y hasta del XXI) resultaron funestas, no tenía por qué llevar
aparejada la abjuración automática de lo que Rimbaud llamó “cambiar la vida”,
vale decir, la reencarnación poética del mundo, salvo que nos conformáramos
(parece que sí) con esta ceremonia del tedio y de la insolidaridad que todo lo
tasa y trueca en espectáculo. Hasta la política. Corrijo: sobre todo la
política.
Tras muchos desencantos dolorosos, nuestra
memoria, que ha acumulado estupendas lecciones para evitar el fanatismo y
desenmascarar las carnicerías de los dogmáticos, debería estar preparada para
la hermosa construcción de un mundo signado, no por el egoísmo, sino por la
fraternidad y la convivencia, virtudes suprimidas, tanto por los iracundos del
dogma, como por el insufrible pragmatismo de los otros.
Aceptar que de Dulcinea sólo manan “bermellón y
piedra azufre” y no “ámbar y algalia entre algodones”, es, de algún modo, dejar
de ser sensibles y conformarse con seguir siendo, entre otras muchas cosas
deleznables, machistas redomados.
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