sábado, 30 de mayo de 2015

Una lección


Manuel Azaña frente al tablero
 
Hablando de esta tragedia, el Turco Najul me recuerda una vieja recomendación de Toto de Lima, nuestro maestro: leer a Azaña. Se imagina a Toto como una especie de Garcés (lúcido personaje de La velada en Benicarló), en una mesa de la pastelería Natalia de la avenida Victoria, repitiéndonos un parlamento de la obra cimera de Manuel Azaña:  

Ninguna política puede fundarse en la decisión de exterminar al adversario. Es locura, y en todo caso, irrealizable. No hablo de su ilicitud, porque en tal estado de frenesí nadie admite una calificación moral. Millares de personas pueden perecer, pero no el sentimiento que las anima. Me dirán que exterminados cuantos sienten de cierta manera, tal sentimiento desaparecerá, no habiendo más personas para llevarlo. Pero el aniquilamiento es imposible y el hecho mismo de acometerlo propala lo que se pretende desarraigar. La compasión por las víctimas, el furor, la venganza, favorecen el contagio en almas nuevas. El sacrificio cruel suscita una emulación simpática que puede no ser puramente vengativa y de desquite, sino elevada, noble. La persecución produce vértigo, atrae como el abismo. El riesgo es tentador. Mucho puede el terror, pero su falla consiste en que él mismo ‘engendra la fuerza que lo aniquile y al oprimirla multiplica’ su poder expansivo”. 

Nos pedía Toto -recuerda el Turco- que no aplicáramos esas palabras de Garcés solamente al poderoso, sino que lo hiciéramos primero como autocrítica. De no hacerlo, podríamos pasar, de adversarios perseguidos por aquel, a  gendarmes de nuestros amigos, con las tristes consecuencias que esto supone contra nosotros mismos.  

Mal andamos si somos sectarios de una idea. Pero peor, si lo somos de una táctica”.  

Así concluía Toto su lección, recuerda el Turco.  

La unidad no es un artificio


Foto: Mario Olmos. Portada de La vida privada de los árboles de Alejandro Zambra (Anagrama, 2007)
 
Seis de la mañana y la brisita nupcial de la metáfora, como en aquel verso de Cintio que sigue el ritmo del aire y suavemente se detiene en la página.
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Merodean palabras como pájaros. Solo una se posará en la rama.
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La unidad está en la naturaleza y no es un artificio. Tras la contemplación y el silencio, la poesía se le aproxima y la recrea.
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Si le cuesta al poeta desde su austeridad, ¿cómo el hombre, escindido por ideologías y arrogancias, pretende encontrarla?
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“Hablan poco los árboles, se sabe”, dijo Montejo. Pero de que hablan, hablan y si dejamos que penetren en nuestras vidas, quizá podamos escucharlos.
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Por un epígrafe de La vida privada de los árboles, breve y bella novela de Alejandro Zambra, supe del poeta (también chileno), Andrés Andwanter, de quien leo ahora este poema:  
 
Nostalgias de cosas que no he vivido 
 
 Como la vida privada de los árboles
 (o de los náufragos): aferrado a estas palabras
 en el océano como una mesa
 cubierta de partituras, y un barco
 navegando en los ojos, escribo:
 una imagen absurda que se confunde
 con la nostalgia de cosas que no he vivido,
 como la vida privada de los árboles
 o de los náufragos.
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Vuelvo al primer párrafo del libro de Zambra: 
 
Julián distrae a la niña con ‘La vida privada de los árboles’, una serie de historias que ha inventado para hacerla dormir. Los protagonistas son un álamo y un baobab que durante la noche, cuando nadie los ve, conversan sobre fotosíntesis, sobre ardillas, o sobre las numerosas ventajas de ser árboles y no personas o animales o, como ellos dicen, estúpidos pedazos de cemento.
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Iluminarse aunque sea un instante con las palabras y las cosas, es el oficio del poeta. Lo supo Ungaretti una mañana.

martes, 12 de mayo de 2015

Ortega y Gasset y la democracia


Los dos Ortega. El filósofo y el torero Domingo, toreando al alimón en Navalcaide


Tomo un libro de la biblioteca y busco unas páginas leídas hace mucho tiempo. Son unos párrafos sobre la democracia que he estado recordando estos días y que probablemente mi memoria ha erosionado un tanto. Los leo ahora con igual admiración, pero con menos aprensiones que la primera vez. Recuerdo que en esa oportunidad me querellé con el autor, no por sus reflexiones discutibles y espléndidas, sino por cierto retintín aristocrático que creí percibir en sus giros más punzantes. Pero el tiempo pasa y la relectura me permite ahora el deleite pleno al que antes me negué. Hoy puedo apreciar la faena completa sin que me incordien algunas frases deliberadamente encarnizadas contra el “plebeyismo”. 
 

Disfruto de las verónicas y de las banderillas a media vuelta, de los engaños, quiebros y pases de muleta, así como de la infalible estocada a toro recibido que pone fin a una página radiante. Sin duda, me gusta la tauromaquia literaria que este autor ejercía con estilo inigualable. Con ella podría dar por satisfecha mi sana exhumación bibliográfica, pero hay algo más. Hay una meditación política y social que me atrae por su intemporal beligerancia. Podría citar in extenso para compartirla con los lectores, pero tal vez sea más apropiado tratar de resumirla. Lo hago.
 

El autor escribe en 1916 y lamenta el descenso de la cortesía que Europa ha venido padeciendo. Se siente acosado por la indecencia, las discordias y los linchamientos. Valora y defiende la democracia, pero recusa la generalización brutal y automática de las barbaridades. Considera que tener iguales derechos no comporta haber alcanzado idénticas cualidades personales. Se adelanta en varios años a Enrique Santos Discépolo y escribe su propio Cambalache, porque está convencido de que no es lo mismo “ser derecho que traidor” y que nada mejor para la justicia que discurrir en el desafiante terreno de la diversidad. No pierde de vista la degeneración en que se puede incurrir cuando la democracia no está acompañada de un esfuerzo educativo que vaya más allá de las proclamas de que todos somos “educados”, “licenciados” o “doctores”. Sabe que la cultura no la otorgan los títulos y que las virtudes no se adquieren en las filas del sectarismo político. Percibe la crisis que adviene cuando la gente se percata de que los decretos de “felicidad” son ilusorios. Advierte, además, que el desengaño reforzará a los resentidos que no pueden adquirir ni talento ni sensibilidad ni delicadeza, por fuerza de resolución alguna. Los ve como periodistas, profesores y políticos, sin moral y sin luces, integrando con sus reconcomios funestos el Estado Mayor de la Envidia. La secreción de los enconos pasa a ser, según nuestro autor, lo que en su tiempo llamaban “opinión pública” o lo que algunos estimaban como “democracia”.
 

Ortega, porque de él se trata, amonestó temprano a los fanáticos de todo pelaje. Sabía que de la intolerancia a los desmanes no había más que un paso y que la falta de discusión malogra los proyectos de cambio. Quince años después del referido artículo fue un entusiasta del proceso republicano, pero también una de las primeras voces críticas cuando la voluntad de no convivir encendió la refriega entre los suyos. Un día llegó a afirmar: “¡No es esto! ¡No es esto!”. Y lo dijo a tiempo. Lastimosamente nadie lo escuchó.
 

Puedo seguir estando en desacuerdo con Ortega en muchas cosas, pero declaro que cualquier similitud que alguien encuentre en las líneas anteriores con algunas realidades actuales, no es pura coincidencia.
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(Rescato este artículo de hace cinco años, porque el pasado 6 de mayo Teodoro Petkoff recibió, por su trayectoria periodística, el prestigioso Premio "Ortega y Gasset". Mucho tiene que ver esa distinción con lo que Ortega dijo acerca de la "democracia morbosa", comentada en las líneas que anteceden. 

Teodoro no pudo ir a retirar el premio pues sobre él pesa una prohibición de salida del país, dictada dentro de un insólito proceso judicial que en su contra inició el presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela, en una de las muchas muestras de acción fanática y sumaria que ha sufrido el país en estos tiempos.

La valentía y la calidad que Teodoro le ha aportado a la prensa libre venezolana durante los últimos quince años, fundadas en una vida dedicada a la lucha por la democracia en Venezuela, fueron razones fundamentales para el reconocimiento. El ex presidente español Felipe González lo representó en la ceremonia y Mario Vargas Llosa hizo sobre él una vibrante y certera semblanza. Creo que esas intervenciones fueron, de alguna manera, significativas rúbricas del oportuno y justo premio.

El "Ortega y Gasset" de este año, no sólo le hizo honor a su epónimo. También comportó un vigoroso aliento a la resistencia democrática en Venezuela)

martes, 5 de mayo de 2015

La veneración de las astucias


Juan Nuño. Foto de Jaime Ballestas. Cortesía de Ana Nuño
 
El tenaz sindicato de lectores anti-Nuño, que acostumbra expresarse mediante irritadas cartas al diario El Nacional, tiene ahora la oportunidad de su vida: un blanco de casi trescientas páginas con abundante tela que cortar, denominado borgeanamente La veneración de las astucias (Monte Ávila Editores, 1990). En él encontrarán los citados agremiados material propicio para ejercer su oficio predilecto: disparar contra el filósofo y rescatar de sus garras –su pluma- algunas creencias heridas, ciertos ídolos ofendidos y una que otra ideología lacerada. No es permisible para esa aguerrida corporación nacional la impunidad del iconoclasta que suele despertarlos de algún bello sueño o tirar de la mullida alfombra que pisan desde siempre. Si algo caracteriza a los integrantes del (co)mentado sindicato es la persistencia en la carencia absoluta de humor. Ni una pizca de él, menos para reírse de sí mismos. Nada que los distraiga de la seriedad “académica” o de los férreos “principios” seculares. Nuño los saca de sus casillas (a las que terminan tozudamente por volver), no sólo porque escribe lo que escribe, sino porque, además, lo hace con gracia, con brillo expresivo impropio de los profesores de filosofía, casi siempre secos y acartonados. 

La veneración de las astucias es una invitación a pensar. Tal como su maestro García Bacca afirmó en el prólogo del delicioso Elogio de la técnica, para unos resultará un aperitivo y, para otros, un insulto. Como todo libro escrito con inteligencia y agudeza, éste de Nuño es capaz de sacudir, de agradar, de seducir, de provocar y de dejarnos inermes ante algunos mitos.  

Un filósofo que vuelve su mirada crítica al mundo cotidiano, no puede resultar anodino para ningún lector. Se le rechaza de entrada, para terminar doblegado por su lucidez o se le acepta desde el primer momento para disfrutarlo, aunque en algún momento sintamos distancias menores con su pensamiento. En todo buen lector quedará el sabor inconfundible de una prosa que no nos da cuartel y que nos trata como si nosotros también fuéramos Nuño, detalle nada insignificante que debe agradecérsele. 
 
Lejano eco del nombre de la rosa y Ortega invertebrado son dos muestras de letal escritura, a través de la cual se desmonta un culto de hogaño y se derriba la vieja tradición encantatoria de un mecánico orteguismo. Creo que no es tanto la disección minuciosa empleada en los textos mencionados, sino el modo de demolición, mediante incisiones efectivas, lo que resulta suficiente para el desplome de las supersticiones atacadas. Así, celebro, por ejemplo, una frase como esta: “…gracias a Kafka por no parecerse ni por asomo al insufrible Brecht, tan directo, tan lleno de didácticos y liberadores mensajes”. 

Pienso que no es el admirable arte de injuriar, tan exaltado por Borges, arte oblicuo, semioculto o torvo, sino el dardo directo, certero, casi inclemente el que maneja Nuño. La víctima pasa a ser otra, aunque no deje de ser tan bueno como dramaturgo ni empeore ni mejore como libretista de telenovelas, tal un caso reciente no incluido en el libro y que nos toca más de cerca que Brecht. El receptor del dardo, digo, se torna otro, porque cesa la veda en torno suyo. Nuño nos ha recordado que es mortal.

(…)

Esta noche, en el Museo de Barquisimeto, tendremos los barquisimetanos la oportunidad de escuchar al autor de La veneración de las astucias. Borges nos convoca. 

FCC, Juan Nuño en el Museo.
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(Este artículo fue publicado en El Impulso, el 16 de marzo de 1990. Acompañaron a Juan Nuño en su conferencia, Rafael Arraiz Lucca, Gustavo Arnstein y Vicente Guerrero).

 

A veinte años de Juan Nuño


Juan Nuño
 
Hoy se cumplen veinte años de la ausencia de Juan Nuño, uno de los pensadores más lúcidos que he conocido. A su condición de filósofo de verdad unió la de fervoroso y magnífico escritor. En ambas puso su inmensa inteligencia y su firme conciencia de hombre libre.  

Venezuela, que durante algunos años leyó con interés sus artículos de prensa, no ha estimado todavía como se debe, la vigorosa calidad de sus aportes. Gracias a Ana Nuño, su hija, se han reeditado algunos de sus libros, como esos ensayos estupendos sobre la filosofía en Borges que siguen deslumbrando a sus lectores, borgeanos o no. También editó Ana un libro con aforismos y pensamientos polémicos de su padre: Nuño x Nuño. Ábranlo por cualquiera de sus páginas y encontrarán siempre una frase que nos interpela, aquí y ahora. Pero no es suficiente. La cantera Nuño nos sigue esperando con su asombrosa claridad y su beligerante vigencia. Así, para poner un ejemplo, hace unos minutos, me encontré con esta “píldora nuñera”, como diría Ana:
 

Un monstruoso Alzheimer colectivo parece apoderarse de las jóvenes generaciones, que no sólo son incapaces de recordar nada, sino que a cada instante tienen que reaprenderlo todo. Está bien creer que el mundo comienza con uno cuando se es joven, pero lo patéticamente grave es actuar como si de verdad sucediera así. Madurar es aceptar la carga de todas las memorias precedentes y sobre todo la formación de la propia.   

La dejo ahí.
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Recuerdo una visita de Juan Nuño a Barquisimeto, en marzo de 1990. Habló de la poesía de Borges en el Museo. Quienes acudimos esa noche a la capilla San Miguel, tuvimos el privilegio de oír a un Nuño fascinante que combinó sus dotes de filósofo, escritor y polemista en una intervención inolvidable. Sentimos de nuevo que su palabra, escrita o hablada, no daba cuartel, pero que nos trataba como si nosotros también fuéramos Nuño, cortesía, que, por cierto, tuvo también con sus discípulos, ante los cuales nunca posó de maestro, menos áun de gurú académico. Era amigo.
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De la estirpe de Bertrand Russell, Nuño compartía estas palabras del viejo Bertie:
 

Creo que la filosofía debe tratar de los problemas de los hombres, no de cómo personas estúpidas dicen cosas estúpidas.
 

Problemas de los hombres fueron los que siempre abordó Juan Nuño, para gusto de algunos y disgusto de otros. Hoy lo recuerdo con nostalgia y gratitud.