Foto: Mario Olmos. Portada de La vida privada de los árboles de Alejandro Zambra (Anagrama, 2007)
Seis de la mañana y la brisita nupcial de la
metáfora, como en aquel verso de Cintio que sigue el ritmo del aire y
suavemente se detiene en la página.
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Merodean palabras como pájaros. Solo una se
posará en la rama.
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La unidad está en la naturaleza y no es un
artificio. Tras la contemplación y el silencio, la poesía se le aproxima y la
recrea.
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Si le cuesta al poeta desde su austeridad, ¿cómo
el hombre, escindido por ideologías y arrogancias, pretende encontrarla?
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“Hablan poco los árboles, se sabe”, dijo
Montejo. Pero de que hablan, hablan y si dejamos que penetren en nuestras
vidas, quizá podamos escucharlos.
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Por un epígrafe de La vida privada de los árboles,
breve y bella novela de Alejandro Zambra, supe del poeta (también chileno),
Andrés Andwanter, de quien leo ahora este poema:
Nostalgias de cosas que no he vivido
Como la
vida privada de los árboles
(o de los
náufragos): aferrado a estas palabras
en el
océano como una mesa
cubierta
de partituras, y un barco
navegando
en los ojos, escribo:
una
imagen absurda que se confunde
con la
nostalgia de cosas que no he vivido,
como la
vida privada de los árboles
o de los
náufragos.
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Vuelvo al primer párrafo del libro de Zambra:
Julián
distrae a la niña con ‘La vida privada de los árboles’, una serie de historias
que ha inventado para hacerla dormir. Los protagonistas son un álamo y un
baobab que durante la noche, cuando nadie los ve, conversan sobre fotosíntesis,
sobre ardillas, o sobre las numerosas ventajas de ser árboles y no personas o
animales o, como ellos dicen, estúpidos pedazos de cemento.
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Iluminarse aunque sea un instante con las
palabras y las cosas, es el oficio del poeta. Lo supo Ungaretti una mañana.
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