Hace pocos días se cumplieron 105 años de la
tragedia. La industria crecida a sus expensas, celebró en el 2012, con fastos
de crucero y costosos saraos de la nostalgia, la fecha secular del hundimiento.
En la babel casera, entre varios libros
sumergidos, busco uno, para anotar estos versos de su Canto XXV:
Sólo al
amanecer,
cuando los
icebergs emergieron
rosados
contra el horizonte,
sólo
cuando se creía,
en vista
del inminente salvamento,
`que el
fuego del sol parecía reflejarse
en los
ventanales
de un
centenar de palacios`,
en el
húmedo fondo del bote
un puñado
de trapos
cobró vida
bajo los pies
de treinta
y cinco navegantes.
Algo
comenzó a moverse,
algo
andrajoso que chorreaba
en una
lona sucia,
despertó y
comenzó a hablar.
Cinco
extraños surgieron a la luz,
cinco
chinos desconocidos.
Sin
nombres, sin un centavo, sin documentos,
sin hablar
una palabra de inglés:
nadie ha
podido saber hasta el día de hoy
cómo
habían logrado subir a bordo del Titanic,
cómo y
cuándo entraron en el bote,
y qué ha
sido de ellos.
Luisana (@lulucastello) sostiene que el fantasma que un día se
cruzó con nosotros en París y nos pidió desesperadamente que le tomáramos una
foto en el Pont des Arts, era uno de esos chinos.
--
Leo a Enzenzberger, en traducción de Heberto
Padilla:
Eso fue
sólo el principio.
El
principio del fin
es siempre
discreto.
A bordo
son ahora
las once
cuarenta. Hay una grieta
de
doscientos metros
en el
casco de acero,
bajo la
línea de flotación,
abierta
por un cuchillo gigantesco.
El agua
corre
hacia las
escotillas.
Emergiendo
treinta metros,
el iceberg
pasa silencioso,
se desliza
junto al barco resplandeciente,
y se
pierde en la oscuridad.
(Hans Magnus Enzensberger, El hundimiento del Titanic)
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