domingo, 17 de abril de 2016

Cósima Wagner y el cartero


Vermeer
 
 
Tal vez Pedro Salinas nunca imaginó que el mundo sin cartas, que él situaba en los avernos, no tardaría medio siglo en arropar el planeta. En su hermoso ensayo en defensa de “la carta misiva y la correspondencia epistolar” se preguntó famosamente:  

“¿Porque ustedes son capaces de imaginarse un mundo sin cartas? ¿Sin buenas almas que escriban cartas, sin otras almas que las lean y las disfruten, sin esas otras almas terceras que las lleven de aquéllas a éstas, es decir, un mundo sin remitentes, sin destinatarios y sin carteros?” 

Es justo por las “almas terceras” que recordé el elogio de Salinas a esa escritura aparecida hace más de cuatro mil años como “carta de amor” en Babilonia, según refiere el propio autor de “La voz a ti debida”.  Sí, lo recordé por los carteros, un oficio que se extingue. O mejor: que casi se extinguió.  

El poema de esta noche, que me gustaba decir en voz alta en los 80 (en especial, por su última estrofa) es un precioso homenaje al noble oficio. Lo escribió un viejo poeta de Alcoy: Juan Gil-Albert. 

Sin más:

LOS CARTEROS 

Si un cargamento fuese cosa viva.
Si la palabra escrita trascendiera
del papel que la seca y la defiende
de su luz conceptual;
si cada pliego lleno de expresiones
particulares, tristes, entusiastas,
pesara enoro fino lo que vale
cada impulso allí impreso, ¿es que podría
cruzar con su costal indiferente
las calles y dejar en mano ajena
un hombre como tantos nuestra dicha
o esa fulminación inverosímil
que un rectángulo puede provocarnos
cual polvorín silente?
¿Podría soportar tanto albedrío
un hombre solo, un alguien indefenso
que no recela nada de la suerte
que va sembrando?
No. Y en cambio lleva
lo que todos esperan en su día
recordar o borrar tardíamente:
una noticia escueta, una palabra.
Algo que si leyera equivocado
nuestro vecino apenas rozaría
su humanidad un aire de extrañeza.
Pero que para mí tiene un sentido
de inexorable. 

Llegan como en vuelo
de una diversidad de lejanías
y van a dar cual leves voluntades
a ese usado bolsón que en bandolera
lleva sobre su espalda misteriosa
un intruso inocente.
Paso a paso
distribuye este hombre entretenido
las nuevas que banales o apremiosas
le han sido confiadas.

Pero un día
deposita ese sobre que contiene
con fiero laconismo el gran suceso
de una generación. Alguien descifra:
-una mujer velada y temblorosa-
“Ariadna, te amo”. Y es que Nietzsche
acaba de sumir su genio augusto
en la locura eterna. 

(Juan Gil-Albert)

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