Capitel jónico en el Museo Arqueológico de Queronea
Seis de la mañana y unos versos famosos de
Francisco Brines. Famosos en el sentido en que mi amigo Jesús Antonio Escalona
usaba ese vocablo. También en el otro, claro:
Yo te amé
en Queronea. Vivos éramos.
Entre la
pesadumbre derruida
un hálito
mortal: éramos vivos.
Los siglos
han pasado, y otros ojos
contemplan
las ruinas, aún intactas.
¿Quién
aquí transcurrió? Sólo el vacío
fue el
tejido del tiempo en este llano.
Yo te amé
en Queronea…
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Después del magnífico poema de Brines, vuelvo al
artículo de Argullol de hace tres años, sobre Grecia y Alemania, y copio este
párrafo:
Ahora,
pesadilla. Claro está que el mundo es otro, y Goethe o Hölderlin no pueden
competir con el veneno de los medios de comunicación que se llaman a sí mismos
populares o con la sistemática ignorancia de los políticos. Tampoco, claro
está, los griegos son —ni han sido nunca— aquellos magníficos habitantes que
moran en los versos de Los dioses de Grecia. Pero no deja de ser curioso —y, en
cierto punto, espantoso— que un mismo vocablo, lo “griego”, sirva en la
universidad para aludir a lo mejor de las virtudes y en la calle, para resumir
el más peligroso de los vicios.
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¿Cómo no ir ya al archipiélago del poeta de
Suabia?:
En las
praderas de Colonos pastan/ de nuevo, pacíficamente, como antes, los caballos
atenienses
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