jueves, 26 de febrero de 2015

Alción y señor de la montaña


Contraportada de la edición española (Acantilado, 2008) de Montaigne, de Stefan Zweig
 
Dijo de sí mismo: “No hago más que ir y venir. Mi juicio no siempre avanza; flota, vaga”. Su palabra iba al tanteo, tejía formas, vislumbraba fondos. Matizaba. Discurría, si lo acompañaba el humor. Ensayar era su oficio. Y era libre, precisamente, por eso.  

Refiere Zweig, que, cuando en la penumbra de su habitación abría los Ensayos, la letra impresa, como por arte de magia, se evaporaba. No había libro. Había un hombre, un amigo que lo comprendía y que le daba algún consejo, sin la intención de darlo. Cada vez que sentía fuerzas hostiles que lo amenazaban, buscaba el alivio de su presencia. “Nada nos protege más en una época de confusión y de bandos opuestos que la lealtad y el humanismo”, decía Zweig cuando invocaba al Señor de la Montaña.
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Esta mañana abrí el Libro II y fui a la Apología. Divisé los alciones en el mar de Sicilia. Terminaban de construir su nido, y Montaigne se admiraba de su belleza y proporción. Como es sabido, sólo el ave que lo diseña puede entrar en esa nave que sortea las tormentas. Ante ese misterio, sentí la certeza de estas palabras del vienés acerca de uno de sus dioses tutelares: 

Basta una hora, o media, con su libro para encontrar una palabra alentadora.
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Alciónico Montaigne, pintó su vuelo.

miércoles, 25 de febrero de 2015

Testigo


La famosa foto del niño del ghetto de Varsovia
 
Imposible amanecer hoy despreocupado. Ni Fabricio del Dongo. 
Esta primera anotación del día me la escribió hace tiempo un poeta polaco: 
 
Tú sabes que estoy
pero no entres de pronto
a mi cuarto 
 
podrías ver
cómo guardo silencio
sobre la hoja en blanco 
 
¿Se puede escribir
sobre el amor
mientras se oyen los gritos
de los asesinados y ultrajados?
 
¿Se puede escribir
sobre la muerte
y mirar las caritas
de los niños? 
 
No entres de pronto
a mi cuarto 
 
Verás un mudo
y avergonzado
testigo del amor
al que vence la muerte 
 
Tadeuz Rózewicz
(Testigo)
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Cuando una desgracia nos ocurre a todos, sin excepción, alguien –tal vez un niño- señala con gallardía el camino que creíamos perdido.

sábado, 21 de febrero de 2015

Un poeta por la paz



Czeslaw Milosz
 
Cielo despejado y Milosz. Leyéndolo, siento lo que dijo Adam Zagajewski: 

A veces usted habla con tal tono
que, de verdad, el lector cree
por un instante
que cada día es sagrado.
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El día que recibió el Premio Nobel recordó con gratitud cuanto lo unía a la tierra: las leyendas lituanas, la familia, los vecinos, los afectos. Sabía que esos valores entrañables habían sido el blanco de quienes, en nombre de una abstracción, se ensañaron contra su pueblo. Salvada de esa furia, aflora esta belleza: 

Llevo en mi recuerdo de Lituania, un país de leyendas mitológicas y de poesía. Mi familia, ya en el siglo XVI, hablaba polaco al igual que muchas familias en Finlandia hablaban sueco y, en Irlanda, inglés; soy pues un poeta polaco y no lituano. Pero los paisajes y también posiblemente el espíritu de Lituania nunca me abandonaron. Es maravilloso escuchar  de niño las palabras de la liturgia latina, traducir a Ovidio en el colegio…
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Por más que una mecánica siniestra pretenda pasarle por encima, nuestra memoria preserva algún rescoldo. Desde esa luz remota, se resiste.

Indignidad


 
En uno de los momentos más terribles de la Odisea se muestra la degradación de un “oficiante” de la lira llamado Femio Terpíada. Está en la Rapsodia decimosegunda. Hoy la he releído en la versión de José Ángel Valente, quien no tiene piedad con la miseria. La tuvo sí, Telémaco, con el miserable.  

El texto de Valente es, como diría, Borges, a propósito del Quijote de Pierre Menard, una muestra magistral de deliberado anacronismo:  

A gatas, entre el sudor de la venganza y el humo de la sangre, llegó al fin hasta el héroe Femio Terpíada, el aedo. Venía con la lira sobre el pecho, a modo de protección o de escudo irrisorio, gimiendo como hembra paridera. 

—Ah tú, heroico vate —dijo Odiseo, tentándole el pescuezo con mano carnicera.

Pero el poeta cayó de golpe al polvo, sacudido por las convulsiones del miedo. El héroe rió con ferocidad rayana en la ternura. 

—No quieras degollarme —dijo Femio con voz casi ilegible—. Canté a los pretendientes, obligado por la necesidad, la canción que un dios me inspiraba. Los tiempos son difíciles y quién iba a pensar que tú vendrías. Así que tuve necesidad de pan, de un puesto, de un pequeño prestigio entre los otros, de modestos viajes por provincias. Pero aun así he de decirte que gusté la prisión por lealtad a ti, si bien fue sólo en los primeros tiempos. Después los dioses me engañaron, pues ellos hacen la canción y la deshacen y ponen hoy al hombre en un lugar y soplan otro día y lo destruyen. No quieras tú quitar la vida a quien nada tiene de sí, pues ni siquiera la canción es suya.

Así habló el aedo, mercenario de dioses y de hombres, y Telémaco que asistía a su padre en la matanza, pero conocía mejor la desdichada suerte de la lírica en los años siguientes a la guerra de Troya, intervino en favor del poeta caído. 

Así salvó el Terpíada lira y pelleja, con la indignidad propia de una especie en la que, gratuito, un dios pone a veces el canto. 

(José Ángel Valente, fragmento de la Rapsodia decimosegunda, El fin de la edad de plata)
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Dispénsenme algunos este recuerdo nada sibilino.