lunes, 9 de diciembre de 2019

El héroe trágico y sereno




 Retrato de Sucre, hecho en Quito para su esposa, la marquesa de Solanda
 

Si hay una arista en la personalidad de Sucre que no encaja en el modelo del héroe clásico, es su serenidad. Los héroes griegos eran osados, atrabiliarios, levantiscos. Heracles, el “héroe-dios” de Píndaro desafiaba a los dioses. Lo mismo hacía Orión respecto de Artemisa. Y Aquiles profanaba el templo de Apolo. Todos poseían un rasgo propio de la naturaleza heroica: hybris, una especie de tendencia al desarreglo, a lo inestable.

Se dice que hybris fue lo que demostraron poseer los persas cuando invadieron Grecia. Walter Kaufmann en su libro Tragedia y Filosofía indica que significa violencia e insolencia desenfrenada y puede aplicársele perfectamente a esos persas que según Esquilo “no dudaron en saquear las imágenes de los dioses y en incendiar todos sus templos”. Lo contrario de hybris vienen siendo dike y sophrosyne. Por la primera de ellas se entiende orden y derecho. Por la segunda, templanza y moderación. Sophrosyne es la gran virtud de los prudentes y no es propia de la épica.

López Méndez dijo de Sucre lo que Agrícola de Tácito: en el estudio de la sabiduría adquirió el más raro de los dones: le mesura en la sabiduría misma. Al hacerlo, no estaba sino adjudicándole esa hermosa cualidad que los griegos denominaron sophrosyne.

Si nos guiamos por los magníficos escritos del propio Sucre, apreciaremos que éste se muestra calmado hasta en los momentos de mayor exaltación patriótica de los suyos. Con un lenguaje que desconoce el énfasis, comunica un hecho tan relevante como el triunfo de Ayacucho: “Se hallan, por consecuencia en este momento en poder del ejército libertador: los tenientes generales La Serna y Canterac; los mariscales Valdés, Carratalá, Minet y Villalobos”. Hasta ahí. Nada en él de esa grandilocuencia militar de la que no escapó Bolívar.

Carente por completo de hybris. Sucre en lugar de embriagarse con la gloria, luego de Ayacucho, opta por esta salida insólita: “Creo que para terminar esto, con un cuerpo de seis mil hombres contra tres mil (que me asegura Canterac ser toda la fuerza de Olañeta), basta  cualquiera y, por tanto, me atrevo a suplicar a usted por mi relevo y el permiso de regresarme, puesto que ya se ha terminado el negocio éste”.

Pero el negocio no podía concluir todavía para un héroe de la estirpe trágica de Sucre, carácter tanto más singular si consideramos su espíritu equilibrado, su dominio; en fin, su sophrosyne. Sucre no podía terminar en casa, en brazos de la marquesa de Solanda, la Penélope, que decía Bolívar. Con la misma serenidad que sortea las dificultades de la guerra, las intrigas de la política y los acosos de los resentidos, ensaya su ars moriendi. Como el héroe de Cioran, los caminos que no le llevan a la muerte le resultan callejones sin salida.

Instintivamente hace todo lo posible por concitarse acontecimientos funestos, y no renunciar a su voluntad de tragedia. Se desplazará en un campo minado de odios, de mezquindades y de envidias. Lo alcanzará uno que otro dardo xenófobo como la de la cuarteta de un tal cura Larriva: “Sucre, el año veintiocho –irse a su patria promete- Cómo  permitiera Dios- que se fuera el veintisiete”. Pero, al igual que Bolívar, tampoco en su patria quieren el regreso del héroe de Ayacucho. Es ya un personaje de Visconti que se mueve en un escenario de Peckinpah, pero dirigido por el italiano, con el Titán de Mahler resonando al fondo.

El desenlace es conocido. Menos lo son las verdaderas causas del asesinato. Cualesquiera que hayan sido, le sirvieron a Sucre para morir en nombre de su destino de héroe trágico y sereno.

Ayacucho significa en quechua “rincón de los muertos”. Para mí, antes que todo, significa un parque. Un noble parque de Barquisimeto. Allí puedo todavía decirle a Sucre estos versos de Borges:

Te imagino severo, un poco triste.
Quién me dirá cómo eras y quién fuiste”.

(Hoy se cumplen 195 años de la batalla de Ayacucho. De mi archivo de fantasmas, tomé esta vieja página sobre Sucre)


lunes, 2 de diciembre de 2019

Lección de César


El Enfermero anota sus sueños en el diario. Hoy dice que soñó con un jacarandá todavía pequeño. Caminaba con él desde la casa de la jardinera hasta la suya y de pronto se detuvieron en un lugar para buscar a alguien. Entraron. Era un auditorio repleto. En la primera fila estaba el amigo y les hizo señas para que esperaran. El jacarandá se quejó, pero no podía moverse porque el Enfermero lo tenía abrazado. En el escenario los actores hablaban latín y las hojas del jacarandá parecían entenderlos. Acá se interrumpe la anotación. Se supone que el Enfermero se despertó en ese momento o que simplemente el sueño se le hizo difuso como tantas veces. Sólo agregó que su amigo se llamaba Emilio y que aplaudía.  

En la entrada siguiente el Enfermero anotó que la noche anterior había leído un libro recomendado por su paciente predilecto. Se detuvo en las páginas en las que Julio César vela la agonía del poeta Catulo. En ellas, el estadista refiere este sueño:

“Caminaba de acá para allá frente a mi tienda, en medio de la noche, improvisando un discurso. Imaginaba haber congregado un auditorio de hombres y mujeres selectos, en su mayoría jóvenes, a quienes anhelaba revelar cuanto había aprendido en la poesía inmortal de Sófocles”.

Para César, los dioses, al no prestarle a Sófocles la ayuda que éste esperaba, terminaron por beneficiarlo. Afirma que de no haber permanecido ocultos, el poeta no los habría buscado tanto. Concluye diciendo que esa búsqueda -como la suya en sus viajes y en sus alegrías-  es lo que nos hace cabalmente humanos.

Todo eso lo glosó el Enfermero, a quien no podía escapársele esta cita final del diario epistolar de César para Lucio Mamilio Turrino, en la isla de Capri:

“Así he viajado yo, sin poder ver ni siquiera a un pie de distancia, por entre los picos más altos de los Alpes, pero jamás con paso tan seguro.

A Sófocles le basta con vivir como si los Alpes hubiesen estado allí.

Y ahora, también Catulo ha muerto”.

Concluye el Enfermero agradeciéndole al Lector que le haya aconsejado la lectura de “Los idus de marzo”, el formidable libro de Thornton Wilder que desde ahora visitará con frecuencia.

No sin candor, sospecha que el jacarandá de su sueño escuchó de César la lección sobre Sófocles. Sus palabras se movían como ramas serenas. 
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Al igual que en los sueños, en esta nota, una imagen inesperada. María Kodama, en Roma, frente al templo de César, corona a Borges con laurel.