Los dos Ortega. El filósofo y el torero Domingo, toreando al alimón en Navalcaide
Tomo un libro de la biblioteca y busco unas
páginas leídas hace mucho tiempo. Son unos párrafos sobre la democracia que he
estado recordando estos días y que probablemente mi memoria ha erosionado un
tanto. Los leo ahora con igual admiración, pero con menos aprensiones que la
primera vez. Recuerdo que en esa oportunidad me querellé con el autor, no por
sus reflexiones discutibles y espléndidas, sino por cierto retintín
aristocrático que creí percibir en sus giros más punzantes. Pero el tiempo pasa
y la relectura me permite ahora el deleite pleno al que antes me negué. Hoy
puedo apreciar la faena completa sin que me incordien algunas frases
deliberadamente encarnizadas contra el “plebeyismo”.
Disfruto de las verónicas y de las banderillas a
media vuelta, de los engaños, quiebros y pases de muleta, así como de la
infalible estocada a toro recibido que pone fin a una página radiante. Sin
duda, me gusta la tauromaquia literaria que este autor ejercía con estilo
inigualable. Con ella podría dar por satisfecha mi sana exhumación
bibliográfica, pero hay algo más. Hay una meditación política y social que me
atrae por su intemporal beligerancia. Podría citar in extenso para compartirla
con los lectores, pero tal vez sea más apropiado tratar de resumirla. Lo hago.
El autor
escribe en 1916 y lamenta el descenso de la cortesía que Europa ha venido
padeciendo. Se siente acosado por la indecencia, las discordias y los
linchamientos. Valora y defiende la democracia, pero recusa la generalización
brutal y automática de las barbaridades. Considera que tener iguales derechos
no comporta haber alcanzado idénticas cualidades personales. Se adelanta en
varios años a Enrique Santos Discépolo y escribe su propio Cambalache, porque está
convencido de que no es lo mismo “ser derecho que traidor” y que nada mejor
para la justicia que discurrir en el desafiante terreno de la diversidad. No
pierde de vista la degeneración en que se puede incurrir cuando la democracia
no está acompañada de un esfuerzo educativo que vaya más allá de las proclamas
de que todos somos “educados”, “licenciados” o “doctores”. Sabe que la cultura
no la otorgan los títulos y que las virtudes no se adquieren en las filas del
sectarismo político. Percibe la crisis que adviene cuando la gente se percata
de que los decretos de “felicidad” son ilusorios. Advierte, además, que el
desengaño reforzará a los resentidos que no pueden adquirir ni talento ni
sensibilidad ni delicadeza, por fuerza de resolución alguna. Los ve como
periodistas, profesores y políticos, sin moral y sin luces, integrando con sus
reconcomios funestos el Estado Mayor de la Envidia. La secreción de los enconos
pasa a ser, según nuestro autor, lo que en su tiempo llamaban “opinión pública”
o lo que algunos estimaban como “democracia”.
Ortega, porque de él se trata, amonestó temprano
a los fanáticos de todo pelaje. Sabía que de la intolerancia a los desmanes no
había más que un paso y que la falta de discusión malogra los proyectos de
cambio. Quince años después del referido artículo fue un entusiasta del proceso
republicano, pero también una de las primeras voces críticas cuando la voluntad
de no convivir encendió la refriega entre los suyos. Un día llegó a afirmar:
“¡No es esto! ¡No es esto!”. Y lo dijo a tiempo. Lastimosamente nadie lo escuchó.
Puedo
seguir estando en desacuerdo con Ortega en muchas cosas, pero declaro que
cualquier similitud que alguien encuentre en las líneas anteriores con algunas
realidades actuales, no es pura coincidencia.
--
(Rescato este artículo de hace cinco años, porque el pasado 6 de mayo Teodoro Petkoff recibió, por su trayectoria periodística, el prestigioso Premio "Ortega y Gasset". Mucho tiene que ver esa distinción con lo que Ortega dijo acerca de la "democracia morbosa", comentada en las líneas que anteceden.
Teodoro no pudo ir a retirar el premio pues sobre él pesa una prohibición de salida del país, dictada dentro de un insólito proceso judicial que en su contra inició el presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela, en una de las muchas muestras de acción fanática y sumaria que ha sufrido el país en estos tiempos.
La valentía y la calidad que Teodoro le ha aportado a la prensa libre venezolana durante los últimos quince años, fundadas en una vida dedicada a la lucha por la democracia en Venezuela, fueron razones fundamentales para el reconocimiento. El ex presidente español Felipe González lo representó en la ceremonia y Mario Vargas Llosa hizo sobre él una vibrante y certera semblanza. Creo que esas intervenciones fueron, de alguna manera, significativas rúbricas del oportuno y justo premio.
El "Ortega y Gasset" de este año, no sólo le hizo honor a su epónimo. También comportó un vigoroso aliento a la resistencia democrática en Venezuela)