viernes, 25 de marzo de 2016

Crucificados


Velázquez. Cristo de San Plácido. Detalle
 
Seis de la mañana. Guacharacas. Se nombran ellas mismas.  

Fernando González me regala una maravillosa página de Viernes Santo. Está en Antioquia. Narra en ella la visita a la iglesia para ver las imágenes y detallarlas. Lo acompaña un experto que le va explicando la historia de cada una, aunque el verdadero interés de Fernando es averiguar algo de la aparición que tuvo en la carretera la noche anterior: el Jesús cabezón “que trajeron de Francia” lo detuvo en el camino y le reclamó el haber hecho caso omiso de su llamado a predicar el sermón de la soledad el Viernes Santo. Asustado, Fernando se fue a su casa y antes de acostarse le dijo a su mujer que se pondría a escribir los sermones de la soledad. Por eso está hoy en el templo, con el firme propósito de concluir la Semana Santa “en calidad de predicador” y superar su condición de príncipe frustrado de la Iglesia.  

Tras la descripción que Francisco (el experto en imágenes) le hace de la escultura del Judas, González queda asombrado por la genialidad del escultor Álvaro Carvajal y le dan ganas de “ir a abrazar a los Carvajales de Envigado, entre los cuales “hay muchos grandes hombres incomprendidos”. Francisco le había hecho notar que el Judas tiene “la pupila izquierda más dilatada, que padece de iritis” y que “la expresión de los ojos es soberbia”. Algo así, como los signos de la traición descubiertos por el artista.  

Cuando llegan al Señor Portador de la Cruz, el mismo que se le apareció anoche a Fernando, el técnico le informa que la escultura es obra francesa, pero eso no lo cree el genio de Envigado. Corrijo. Sí lo cree, pero advierte: “Aunque sea así, así no es. Ese Señor es de don Álvaro Carvajal”. Ya la mesa está servida para lo que sigue, pura muestra de palabra fernandina, del novelista, en sus sermones, en sus crónicas y en todo, tanto como en su vida: 

Muchos ruanetas dizque afirman que estas imágenes no son de Misael y de don Álvaro. ¡Qué desgracia ésta de escribir para colombianos! ¿Ignoran que Envigado vale y es capital espiritual de Colombia, a causa del artista? Éste crea la verdad. ¿Qué sería de Envigado, sin nosotros? Don Álvaro, Misael y yo lo hemos creado. Los ‘santos’ son todos hechos por imagineros envigadeños porque así lo exige la fuerza creadora que actúa en mí. El padre Mejía es un grande hombre porque así lo quiere el que me incita a crear. Envigado es capital porque así lo exige aquel que se mueve. Colombia no existe sino a causa de nosotros los imagineros; sin nuestro arte, podría desaparecer y nadie se daría cuenta de ello; ni siquiera subiría el precio del café. ‘Poncio Pilatos envigadeño’ no existe sino a causa del creador. ¿O creéis que los sermones son de vuestro padre Ocampo? Si en alguna parte existe la verdadera propiedad es en el artista. ¿Creéis que don Don Quijote vivió fuera de Cervantes? ¡Pueblo inmundo, humus de humanidad, olayista! ¡Adiós pueblo, hijo mío!... 

El Crucificado es obra maestra. Es el carácter divino. La cabeza caída a la derecha; el cuerpo echado para la izquierda; los músculos de las pantorrillas recogidos en nudos, acalambrados. La corona, las facciones y, sobre todo, frente, nariz y párpados son iguales en arte a lo mejor de Grecia. Esta obra, junto la Cruz, incomparable, digan lo que dijeren los historiógrafos es de autor envigadeño, anónimo, anterior a Misael… 

(…) 

El Señor Caído. ¡Ese no! Es de autor medellinense…” 

Sin duda, González no gustaba de la exageración en la escultura. Con acierto, la reservaba para sí algunas veces.
-- 

Dejo a González y voy por Unamuno: 

“…Y llueve sangre/ de las manos de Cristo taladradas 

En ellas, diría González, podemos aprender mesura.

miércoles, 23 de marzo de 2016

Poesía y política


Los Persas. Esquilo. Teatro El Tinglado Buenos Aires. 2013.
Dirección Mónica Maffia. Diseño y realización de máscaras: La Matricería
Seis de la mañana y la primera apariencia: cielo despejado. Leo unas páginas espléndidas de Cecil M. Bowra en las que discurre sobre poesía y política. Camina calles de la Hélade como Pedro por su casa: la Atenas de Pericles. Se las conoce, casi tanto como Mommsen, quien se perdía en la Berlín guillermina, pero no en Atenas, donde era capaz de ubicar fácilmente el escenario del “Fedro”.  

Da gusto acompañar a Sir Cecil. Describe, saluda. Se topa con Tucídides y le felicita por juzgar a los políticos por su desempeño y no por lo que dicen. A veces se detiene a indagar. Eso hace ahora mismo con la tragedia: “La poesía más representativa de la Atenas del siglo V”. Encuentra en los “Persas” un ejemplo notable de cómo tratar un acontecimiento histórico reciente, porque Esquilo vio la guerra persa sub specie aeternitatis y no bajo la reducción de sus intereses inmediatos y locales. Le parece notable que “por mucho que los atenienses, como otros griegos, aborreciesen todo lo que los persas les hicieron”, conservaran un alto sentido de la valía personal de sus enemigos. No se cegaban ante ella. Con inevitable lógica, Bowra afirma que la magnitud de la victoria griega habría quedado disminuida “si Esquilo hubiese presentado a los persas bajo una luz despectiva”. 

El capítulo acerca de poesía y política de “La Atenas de Pericles” es un lúcido ensayo sobre la tragedia, vista “como la heroica aceptación de los destinos”, para decirlo con palabras de Roland Barthes, quien una vez nos recordó que la tragedia era una verdadera “escuela de estilo”. Y de dignidad, añadiría Bowra en el umbral de su siguiente estancia: la de “la oposición ateniense”.  

Antes, el profesor de Oxford también había citado a Eurípides con este ruego que la madre hizo a Teseo en las “Suplicantes” y que nunca ha dejado de tener resonancias:

Mira cómo tu país, indefenso y ultrajado,
 levanta sus ojos centelleantes contra quienes lo ultrajan.
 En su desdicha encuentra fuerza.
 Se crece en medio de las ciudades que vegetan secretamente
 y en la penumbra.
 Tienen miradas sombrías, por sus cautelosos planes.
 Esos hombres muertos y esas mujeres que lloran necesitan
 tu ayuda, hijo mío, ¿No se las darás?”
-- 

(La Atenas de Pericles, C. M. Bowra)

 -- 

Ahora recuerdo que los poetas Louis MacNeice y W. H. Auden le legaron a Sir Cecil Maurice Bowra “una cúpula de cristales multicolores”. Como su obra, por todas partes esa hermosa bóveda irradiaba luces.

Bruselas


 
 

Museo Magritte. Bruselas
 
“En Bélgica
Me apoyo sobre los golpes que me asestan /
(...)
 
Soy el viento en el viento”
(Henri Michaux, de Namur)

martes, 15 de marzo de 2016

Félix de Azúa y los oteadores


Félix de Azúa
 
Ayer, en su discurso de ingreso a la Real Academia de la Lengua, Félix de Azúa hizo un hermoso homenaje a su antecesor en el sillón “H”: el insigne erudito Martín de Riquer. A través del neologismo “serendipia”, Azúa tejió un cuento en el que aparecen, además de Riquer, Carlos Barral, Joanot Martorell, Jean de Joinville, Javier Marías y Mario Vargas Llosa, todos en el esplendor de una memoria amable y fraterna.  

Mientras disfrutaba la lectura del discurso, recordé algunos de mis encuentros literarios por “serendipia”. Uno de ellos fue, precisamente, en un libro de Félix de Azúa: Diccionario de las Artes, elogiado y citado varias veces por Vargas Llosa en su discurso de respuesta al nuevo académico. No sé si lo he escrito en alguna parte, pero de seguro sí se lo he dicho en más de una ocasión a algunos amigos: ese libro de Félix de Azúa es una obra maestra, única en su género, que es ser y no ser un diccionario, ser y no ser un libro de cuentos, ser y no ser un libro de ensayos. Vargas Llosa afirmó ayer que era lo más cercano a un tratado sobre la visión integral del mundo de Félix de Azúa, aparte de una incitación a un debate intelectual que todavía no hemos dado.  

En la entrada “Artista” de su Diccionario, el autor hizo uso de una fábula que nadie se la imagina allí. Por eso, la serendipia. Es una fábula cargada de dolor y de sabiduría. Al final de la misma, mediante una línea de crítica oblicua y elegante, sabremos alguna razón de su presencia en esa entrada. Pero, desde luego, hay muchas otras que los lectores podemos inferir. Se trata de un relato magistral, basado en historias contadas por sobrevivientes. Lo copio, para que alguno lo (re)encuentre acá, por pura serendipia. Y también, por supuesto, para celebrar al antiguo “novísimo” que ahora es académico:
 

"ARTISTA. (...). En las muchas memorias y abundantes libros de recuerdos que han ido editando los judíos que sobrevivieron al Holocausto hay una figura que aparece con frecuencia y cuya actividad posee un interés muy especial. Cuentan los supervivientes que, tras ser detenidos y agrupados por la policía política alemana y francesa, eran almacenados en trenes especiales cuyos vagones habían servido para el transporte de ganado. 

Hacinados como reses, sin espacio para sentarse, sin apenas aire para respirar, sin más agua que la lluvia que se filtraba por las grietas de la cubierta, millones de desdichados atravesaron Europa de Pau a Auschwitz, de Varsovia a Dachau, de Amsterdam a Büchenwald, durante semanas, camino del matadero. Antes de llegar murieron muchos de sed, de hambre, de asfixia, de agotamiento, de enfermedad; los supervivientes acabaron el trayecto pegados a los cadáveres porque no había espacio para dejarlos reposar en el suelo.

Los vagones, que eran de puerta corredera, traían unos mínimos respiraderos en la parte superior, a un palmo del techo, y otros cuantos orificios en el suelo para la evacuación de las heces. Por los respiraderos entraba la escasa luz que permitía a los infelices saber si era de día o de noche, y, aunque pueda parecer extraño, estos detalles cobraban para ellos una enorme importancia. Los respiraderos superiores estaban situados a unos dos metros y medio del suelo.

Muchos memorialistas coinciden en relatar cómo los presos de cada vagón elegían espontáneamente a una persona para alzarla hasta el respiradero con el fin de que fuera dando cuenta de lo que desde allí se divisaba. Solían escoger a alguien liviano, aunque despierto, de modo que pudiera ponerse de pie sobre algunos compañeros que con extraordinario esfuerzo le ofrecían sus riñones como tarima. El vagón entero se retorcía con dolorosa y agotadora contorsión para facilitar a los oteadores el acceso a la mirilla. Los presos necesitaban saber dónde estaban, adónde los conducían, qué tierras cruzaba el tren, qué gentes las habitaban. Para averiguarlo estaban dispuestos a los mayores sacrificios. 

Pero no todos reaccionaban igual: cuentan también que unos pocos presos se mostraban escépticos y rehusaban colaborar. “¿Qué me da a mí en dónde estemos, si me cabe la certeza de que voy camino del matadero?”, decían crudamente. Ponían toda clase de inconvenientes a colaborar, y luego se negaban a oír y aun hacían burla imitando a los oteadores. Pero hasta los más escépticos atendían disimuladamente cuando los oteadores sabían explicar lo que veían. Porque, como es natural, no todos los elegidos servían para la tarea y había que cambiarlos de vez en cuando. Incluso a menudo. 

Las primeras veces que los oteadores se alzaban hasta la ventanilla no tenían fuerzas para hablar. Llevaban quizá cuatro o cinco días a oscuras, asfixiados por el hedor, aplastados por sus compañeros, y de pronto se elevaban y veían la luz del sol, o la luna, o un perro, o un río. Balbucían algunas palabras y luego se ahogaban en sollozos, o caían en un mutismo seco. Sus compañeros solían mostrarse comprensivos y les daban un tiempo para reponerse e intentarlo de nuevo. Algunos, con el aplomo que da la experiencia, iban adquiriendo cierto control sobre sí mismos. Otros no podían resistir la tensión y se negaban a seguir haciendo de oteadores pues, según decían, para soportar el horror es mejor no ver nada y hacer como si sólo hubiera un mundo, el de los condenados a muerte. 

También sucedía que ciertos vigías decepcionaban a los condenados porque sus relatos eran demasiado minuciosos, exactos y científicos. “Veo una estación de ferrocarril con dos puertas laterales y una central con trampilla de madera y herrajes de latón, seguramente atornillados; hay en el andén un hombre de uniforme de unos cincuenta y dos años de edad, con gafas de alambre y una pipa apagada. A la derecha hay un hangar de doce por quince…”, decían estos malos vigías, y sus compañeros aceptaban la información pero los sustituían de inmediato por otros no tan rigurosos. 

No decepcionaban menos los distraídos, aquellos que daban una visión dispersa, inconexa, improvisada y sin orden ni concierto del panorama: ahora una nube en forma de Afrodita o una bandada de pájaros, luego una pareja de burgueses que parecen amarse, ¿o son dos soldados discutiendo?; también irritaban quienes lo interpretaban todo desde sus impresiones personales, como que a ellos les parecía demasiado verde una planta o muy sucio un leñador…Ni la ciencia ni la inocencia, ni la verdad objetiva ni la expresión subjetiva les eran de ninguna ayuda a los condenados. 

Los oteadores más apreciados eran aquellos que referían con acierto la existencia del mundo verdadero, libre de la tortura y del horror, un mundo luminoso pero atado al mundo de los condenados por signos indescifrables. “Algunas mujeres de este pueblo se han reunido junto a la estación, en el abrevadero público, y están allí apiñadas mirando nuestros vagones con disimulo. Veo que una de ellas, con un crío en los brazos, le señala a nuestro vagón, justamente, así que voy a sacar la mano por la mirilla”, decía, por ejemplo, uno de los oteadores más apreciados por los presos. Sus compañeros podían pensar entonces que aquella mujer con el niño veía la mano, o algunos dedos de la mano, agitándose desde la mirilla, y que quizá así la mujer se convencería de que había gente muriendo en los vagones. Gente con manos, indudablemente. Y guardaría memoria de ello y algún día lo contaría a sus nietos: “Yo vi a los judíos pasar por la estación del pueblo y uno de ellos me agitó la mano, como saludando, desde uno de los vagones.” Así parecía redimirse una parte del dolor, aunque fuera de un modo muy ideal. 

En los buenos relatos, los presos tenían la certeza de que algo circulaba de los unos a los otros, de los condenados a los libres, del mundo de la muerte al mundo de la vida. Un signo indescifrable, como el rayo que desciende del cielo e ilumina la noche un instante, ponía en relación dos universos que se desconocían mutuamente. Y a los presos les era indiferente que de verdad el oteador hubiera sacado la mano o que la mujer la hubiera visto, pues lo esencial para ellos era sentirse partícipes del mundo de los vivos y pertenecientes al mismo, aunque sólo fuera por unos segundos. 

El oteador de los vagones cargados de condenados era el único que tenía, no ya fe, sino constancia de la existencia de otro mundo en el que las leyes permitían vivir a la luz del sol. La vida de los condenados hacinados en el vagón era espantosa, pero si el mundo de los vivos era verosímil, entonces la vida del vagón se convertía en una ficción resultante del juego de otras leyes que condenaban a vivir en el horror, sin culpa alguna ni haber sido acusados de nada. Se mantenía de ese modo la esperanza de que el horror tuviera un final. 

Mientras el oteador era capaz de mantener la variedad del relato, mientras lograba convencer a sus oyentes acerca de la realidad del mundo luminoso, entonces el mundo del horror permanecía como la otra ficción. La realidad del mundo luminoso y la realidad del mundo de la muerte se sostenían la una a la otra como ficciones mutuas. 

Sólo cuando las leyes del mundo de la muerte y las del mundo de la vida coinciden, sólo entonces la tarea del oteador carece de sentido y es inútil porque nadie la necesita. Pero cuando eso sucede, como en nuestros días posiblemente suceda, no sabemos si la indiferencia hacia oteadores, cronistas y vigías es el resultado de la victoria del mundo luminoso (es decir, del permanente desvelamiento de lo viviente) o el triunfo del escepticismo y la resignación de los condenados. 

Debe prestarse atención al hecho de que ningún vigía consideró nunca su tarea como una opción personal y libre, movida por su genialidad. Sabían que su tarea no les pertenecía, sino que era el fruto de un pacto colectivo. El conjunto entero de presos, en el vagón era la fuerza que alzaba o rechazaba sus observaciones. Las visiones y relatos no eran, por lo tanto, el fruto de su carácter o la expresión de su espíritu, sino una relación efímera e instantánea, un acuerdo compartido por unos cuantos, por muchos o por todos, sobre la verdad de lo que aparece en cada momento. 

Añadamos, para concluir, un último punto de gran relevancia en nuestros días. A pesar de que las relaciones entre los condenados y los oteadores llegaron a ser muy densas e incluso en algún vagón casi institucionales, ni uno solo de los oteadores olvidó a cuál de los dos mundos pertenecía, aunque conociera dos mundos igualmente reales y verosímiles. En ninguna de las memorias y diarios que he podido leer aparece jamás un oteador que exigiera ser mantenido por la comunidad de los presos”.
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En su discurso, hablando de Martín de Riquer, Félix de Azúa nos dejó esta frase que, aquí y ahora, deberíamos encontrarle resonancias:  

“La heroicidad también depende de saber mantener las formas” 

P. D: Otra imagen entrañable estampada ayer por Félix de Azúa, es la de Carlos Barral, diciendo emocionado “el formidable poema de Bertran de Born que comienza con el verso Be’m platz lo gais temps de pascor. Se lo sabía de memoria. Es un poema de júbilo por la llegada de la primavera”.
 
FCC, 14-03-16

domingo, 13 de marzo de 2016

El pintor cubano de la película de Hitchcock


Fidelio Ponce de Leon, Cinco mujeres, 1941
 
Mientras Rupert Cadell disfruta del postre, Mrs. Wilson se queja del cambio que sus jefes hicieron para la fiesta de esa noche. Ella había dejado puesta la mesa, y al retornar a casa encontró que todo (comida, bebidas, platos, cubiertos, candelabros) estaba en un lugar nada apropiado: un baúl en el que los dueños del apartamento guardaban libros. Sin querer, Mrs. Wilson le revela al sagaz profesor Cadell detalles que lo ayudarán a descifrar lo ocurrido allí unas horas antes. Al fondo, podemos apreciar un cuadro. Es una obra del pintor cubano Fidelio Ponce de Leon, cuyas figuras, según Lezama Lima, poseen “actitudes de asomos sugerentes” y “desapariciones letales”. Esta última expresión se aviene, por cierto, con lo que ya se imagina el suspicaz personaje encarnado por James Stewart, quien sigue con su helado y oye con interés indagatorio el relato de la señora Wilson (Edith Evanson).  

La escena corresponde a La soga (1948), rodada por Hitchcock en un único escenario y en la cual demostró ser un maestro del plano secuencia y de otras sutilezas técnicas.
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Guillermo Cabrera Infante, en uno de los ensayos de Mea Cuba, se refirió a Fidelio Ponce de León y al cuadro de “La soga”, en estos términos, totalmente “cabrerainfantescos”: 

Una de sus mejores telas cuelga para siempre en la pared de un elegante (y falso) piso de un Nueva York ilusorio, desde donde domina el escenario único de La soga, la famosa película de Hitchcock. Ponce, que se pasaba la vida preguntando a los amigos y enemigos ‘¿Me conocen de verdad en París?’, nunca vio la cinta. Murió, tuberculoso y en la indigencia, antes de que La Soga se estrenara en La Habana…”.

Lezama calificó a Fidelio como un pintor de sombras. Hoy, que volví a ver “La soga”, estuve pendiente de Fidelio y busqué después algunas reproducciones de sus cuadros.  

Creo que tenía razón Lezama, quien fue “el mejor crítico de arte del grupo Orígenes”, al decir de Prats Sariol y de José Jiménez.

miércoles, 9 de marzo de 2016

Juan Antonio Navarrete y la lámpara perpetua


Lámina de un ejemplo de mecanismo de órgano hidráulico mostrado por el Padre Athanasius Kircher en "Musurgia Universalis", 1650.
 
 
Que el Padre Kircher haya usado –como informa Feijóo- una mecha de amianto que duró años encendida, le parece empresa “loca e imposible” a Navarrete. “Tan imposible como loca”, precisa en una entrada de su Arca de letras y Teatro Universal 

Por pocas que fuesen, las referencias al curioso jesuita alemán no podían faltar en una obra tan vasta y variada y de evidentes atributos kircherianos. La primera mención es, precisamente, esa de la lámpara alimentada con el aceite extraído del amianto, de cuya perpetuidad descree nuestro fraile.  La segunda se refiere a una palabra aplicada al arte musical que le sirvió a Kircher para titular uno de sus libros: Musurgia Universalis 

Fray Juan Antonio Navarrete nos informa:
 

MUSURGUS, MUSURCHUS, MUSURGIA: Es voz que explica cosa de dirección de música. El arte de esta dirección se llama Musurgia. El Maestro de Capilla, que llamamos en la música, es en latín Musurgus, como lo pone el Calepino 7 lenguas (…). El Padre Kirker dio este nombre a una obra que imprimió en Roma en dos tomos en folio año de 1690. Y advierto que Terreros escribe Musurjia con j, en lugar de g, porque así se quiten equivocaciones como lo advierte al principio de la letra G, por cuya razón poco usa la g poniendo la j en su lugar”.
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Por nuestra parte, podemos advertir que Navarrete primero uso “ch” en el apellido del jesuita y después escribió “Kirker”, tal como aparece en el lomo de la obra del Padre Athanasius que vio el pintor Cabrera en la biblioteca de Sor Juana. No es descartable, por supuesto, un involuntario anacronismo del editor.
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Umberto Eco, que escribió acerca de Kircher y se sintió atraído por sus “empresas locas e imposibles”, probablemente se habría interesado en nuestro singular franciscano, no menos “emprendedor” de saberes que el alemán, a cuyo linaje erudito y lúdico, también perteneció.  

martes, 8 de marzo de 2016

Un "tente en el aire" literario (sobre Fray Juan Antonio Navarrete y su diario enciclopédico)


 Cabrera. Español y salto atrás da tente en el aire
 

Tente en el aire. Casta de gentes en la América. Vé Mestizos, fol, 129, No. 21. En la descendencia de mulata casada con español, los hijos llaman Cuarterones. Pero una Cuarterona casada con español, engendra hijos que llaman Quinterones. Y si una Quinterona casa con español, los hijos son Requinterones. Y si una Requinterona casa con español, sus hijos son los que se llaman, Tente en el aire. Y una Tente en el aire casa con español, entonces los hijos son blancos y llamados Castizo-Español. Pero si la Tente en el aire casa con mulato, entonces la descendencia y casta vuelve para atrás y el primer grado es Cuarterón”. 

Lo anterior no es una cita de un libro sobre castas americanas. Es una entrada del Arca de las Letras y Teatro Universal de Fray Juan Antonio Navarrete. 

Antes de pasar a la siguiente anotación (a la que iba, en principio), pienso en los géneros y en sus infinitas combinaciones. Precisamente, el rarísimo libro (libro de los libros) del guameño  Navarrete,  parece ser la mayor muestra venezolana de esos juegos: un prodigioso tente en el aire literario, situado en el límite de numerosas escrituras, incluida la poética, como lo revela la hermosa dedicatoria a la “Madre Dignísima del Verbo Eterno”: la “verdadera Arca de Letras”, a cuyo manto se acogió el ilustre franciscano para emprender su recorrido por “doctrinas sanas, noticias útiles y cosas saludables”.  

Muchos son los cruces en esta enorme Arca de Navarrete, quien, como Novalis (y mucho antes, Athanasius Kircher), pensaba que todo debía ser enciclopedizado. Y a ese afán dedicó su vida, iniciada el 11 de enero de 1749, en Guama, entonces “jurisdicción de San Felipe, Provincia de Caracas” y concluida no se sabe exactamente dónde ni cuándo. Blas Bruni Celli, el más completo editor (hasta ahora) del Arca de Letras y Teatro Universal, supone que Navarrete debe haber muerto en algún lugar de Guayana, aventado por las desgracias que produjo la pérdida de la segunda república. García Bacca, por su parte, estima que eso debió ocurrir hacia 1814, “a juzgar por la interrupción del Diario”.  

Para José Balza, quien leyó con efusión y asombro el “Arca”, Navarrete podría ser “un puro precursor del cuento venezolano”.  
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Iba a mirar hoy lo que Navarrete dijo en su portentosa enciclopedia acerca de Lope de Aguirre, pero me encontré con la entrada anterior y me quedé pensando en que la humorada racial “tente en el aire”, bien podría servirnos de metáfora para aproximarnos a la armonía primigenia de este libro fascinante y plural.  

Ya habrá tiempo para comentar la otra entrada, la referida al célebre “peregrino” vasco que mataron en mi ciudad, Barquisimeto. Ahora busco una imagen de 'Tente en el aire' para acompañar esta nota y ver la referencia de Mestizos en el folio 129, en la que se cita a Moreri y sus "Criollos", quien, al decir del guameño, tiene todo lo que se desea "hasta de la casta tente en el aire".     

(Cuando se menciona a Navarrete, no sólo debemos recordar a Juan David García Bacca, Blas Bruni Celli y José Balza. También a José Antonio Calcaño y a Manuel Pérez Vila. Y en mi caso, a un escritor yaracuyano que pasó muchas horas en la Biblioteca Nacional trajinando con el Arca: Orlando Barreto. A él debo la primera descripción del libro de Navarrete, en los días en que junto a otros amigos comenzábamos la aventura de fundar una universidad en San Felipe, y en Guama, la hermosa tierra del fraile).

Ella misma comprará las flores


Imprimía libros junto a su esposo. Cocinaba y tejía. Sus sobrinos dieron cuenta de la calidad de sus panes. Acá está, retratada por Vanessa Bell, su hermana, otra artista singular
 
Virginia Woolf paseaba por los patios y jardines de Oxbridge “en una bella mañana de octubre”. Imbuida por el espíritu de paz que allí reina, se acordó de pronto que en la biblioteca se preserva un manuscrito de su pariente Thackeray. Aprovechando que estaba muy cerca y deseosa de precisar algo del estilo, fue a examinarlo. Esto le pasó: 

“….me encontraba ya ante la puerta que conduce a la biblioteca misma. Sin duda la abrí, pues instantáneamente surgió, como un ángel guardián cortándome el paso con un revoloteo de ropajes negros en lugar de alas blancas, un caballero disgustado, plateado, amable, que en voz queda sintió comunicarme, haciéndome señal de retroceder, que no se admite a las señoras en la biblioteca más que acompañadas de un ‘fellow’ o provistas de una carta de presentación”.
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Hoy es su día. La señora Dalloway dijo que ella misma se encargaría de comprar las flores. Nessa traerá un nuevo cuadro. Felicidades.

miércoles, 2 de marzo de 2016

Acá, no lo escucharíamos


 
 
Releo las conocidas palabras que un respetado intelectual escribió cuando el país necesitaba de su voz: 

“Desde que mi generación asiste a la vida pública no ha visto en el Estado otro comportamiento que esa especulación sobre los vicios nacionales. Ese comportamiento se llama en latín y en buen castellano: indecencia, indecoro. El Estado en vez de ser inexorable educador de nuestra raza desmoralizada, no ha hecho más que arrellanarse en la indecencia nacional. 

 Pero esta vez se ha equivocado… 

(..) 

No discutamos ahora las causas de la Dictadura. Ya hablaremos de ellas otro día, porque, en verdad, está aún hoy el asunto aproximadamente intacto. Para el razonamiento presentado antes la cuestión es indiferente. Supongamos un instante que el advenimiento de la dictadura fue inevitable. Pero esto, ni que decir tiene, no vela lo más mínimo el hecho de que sus actos después de advenir fueron una creciente y monumental injuria, un crimen de lesa patria, de lesa historia, de lesa dignidad pública y privada. Por tanto, si el Régimen la aceptó obligado, razón de más para que al terminar se hubiese dicho: Hemos padecido una incalculable desdicha. La normalidad que constituía la unión civil de los españoles se ha roto. La continuidad de la historia legal se ha quebrado. No existe el Estado español. ¡Españoles: reconstruid vuestro Estado!” 

Las citas corresponden al célebre artículo que Ortega y Gasset publicó en El Sol el 15 de noviembre de 1930, que terminaba con estas líneas:  

“…somos nosotros (…) gente de la calle, de tres al cuarto y nada revolucionarios, quienes tenemos que decir a nuestros conciudadanos: ¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo!

Delenda est Monarchia”
 
Cinco meses después, el pueblo, mediante elecciones, cumplió con el llamado.
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Creo que nuestro país está tan mal, que si hubiese un intelectual respetado por la mayoría, y capaz de decirnos hoy -mutatis mutandis- algo semejante a lo de Ortega, no lo escucharíamos.