Félix de Azúa
Ayer, en su discurso de ingreso a la Real
Academia de la Lengua, Félix de Azúa hizo un hermoso homenaje a su antecesor en
el sillón “H”: el insigne erudito Martín de Riquer. A través del neologismo
“serendipia”, Azúa tejió un cuento en el que aparecen, además de Riquer, Carlos
Barral, Joanot Martorell, Jean de Joinville, Javier Marías y Mario Vargas
Llosa, todos en el esplendor de una memoria amable y fraterna.
Mientras disfrutaba la lectura del discurso,
recordé algunos de mis encuentros literarios por “serendipia”. Uno de ellos
fue, precisamente, en un libro de Félix de Azúa: Diccionario de las Artes,
elogiado y citado varias veces por Vargas Llosa en su discurso de respuesta al
nuevo académico. No sé si lo he escrito en alguna parte, pero de seguro sí se
lo he dicho en más de una ocasión a algunos amigos: ese libro de Félix de Azúa
es una obra maestra, única en su género, que es ser y no ser un diccionario,
ser y no ser un libro de cuentos, ser y no ser un libro de ensayos. Vargas
Llosa afirmó ayer que era lo más cercano a un tratado sobre la visión integral
del mundo de Félix de Azúa, aparte de una incitación a un debate intelectual
que todavía no hemos dado.
En la entrada “Artista” de su Diccionario, el
autor hizo uso de una fábula que nadie se la imagina allí. Por eso, la
serendipia. Es una fábula cargada de dolor y de sabiduría. Al final de la
misma, mediante una línea de crítica oblicua y elegante, sabremos alguna razón
de su presencia en esa entrada. Pero, desde luego, hay muchas otras que los lectores
podemos inferir. Se trata de un relato magistral, basado en historias contadas
por sobrevivientes. Lo copio, para que alguno lo (re)encuentre acá, por pura
serendipia. Y también, por supuesto, para celebrar al antiguo “novísimo” que
ahora es académico:
"ARTISTA.
(...). En las muchas memorias y abundantes libros de recuerdos que han ido
editando los judíos que sobrevivieron al Holocausto hay una figura que aparece
con frecuencia y cuya actividad posee un interés muy especial. Cuentan los
supervivientes que, tras ser detenidos y agrupados por la policía política
alemana y francesa, eran almacenados en trenes especiales cuyos vagones habían
servido para el transporte de ganado.
Hacinados
como reses, sin espacio para sentarse, sin apenas aire para respirar, sin más
agua que la lluvia que se filtraba por las grietas de la cubierta, millones de
desdichados atravesaron Europa de Pau a Auschwitz, de Varsovia a Dachau, de
Amsterdam a Büchenwald, durante semanas, camino del matadero. Antes de llegar
murieron muchos de sed, de hambre, de asfixia, de agotamiento, de enfermedad;
los supervivientes acabaron el trayecto pegados a los cadáveres porque no había
espacio para dejarlos reposar en el suelo.
Los
vagones, que eran de puerta corredera, traían unos mínimos respiraderos en la
parte superior, a un palmo del techo, y otros cuantos orificios en el suelo
para la evacuación de las heces. Por los respiraderos entraba la escasa luz que
permitía a los infelices saber si era de día o de noche, y, aunque pueda
parecer extraño, estos detalles cobraban para ellos una enorme importancia. Los
respiraderos superiores estaban situados a unos dos metros y medio del suelo.
Muchos
memorialistas coinciden en relatar cómo los presos de cada vagón elegían
espontáneamente a una persona para alzarla hasta el respiradero con el fin de
que fuera dando cuenta de lo que desde allí se divisaba. Solían escoger a
alguien liviano, aunque despierto, de modo que pudiera ponerse de pie sobre
algunos compañeros que con extraordinario esfuerzo le ofrecían sus riñones como
tarima. El vagón entero se retorcía con dolorosa y agotadora contorsión para
facilitar a los oteadores el acceso a la mirilla. Los presos necesitaban saber
dónde estaban, adónde los conducían, qué tierras cruzaba el tren, qué gentes
las habitaban. Para averiguarlo estaban dispuestos a los mayores sacrificios.
Pero no
todos reaccionaban igual: cuentan también que unos pocos presos se mostraban
escépticos y rehusaban colaborar. “¿Qué me da a mí en dónde estemos, si me cabe
la certeza de que voy camino del matadero?”, decían crudamente. Ponían toda
clase de inconvenientes a colaborar, y luego se negaban a oír y aun hacían
burla imitando a los oteadores. Pero hasta los más escépticos atendían
disimuladamente cuando los oteadores sabían explicar lo que veían. Porque, como
es natural, no todos los elegidos servían para la tarea y había que cambiarlos
de vez en cuando. Incluso a menudo.
Las
primeras veces que los oteadores se alzaban hasta la ventanilla no tenían
fuerzas para hablar. Llevaban quizá cuatro o cinco días a oscuras, asfixiados
por el hedor, aplastados por sus compañeros, y de pronto se elevaban y veían la
luz del sol, o la luna, o un perro, o un río. Balbucían algunas palabras y
luego se ahogaban en sollozos, o caían en un mutismo seco. Sus compañeros
solían mostrarse comprensivos y les daban un tiempo para reponerse e intentarlo
de nuevo. Algunos, con el aplomo que da la experiencia, iban adquiriendo cierto
control sobre sí mismos. Otros no podían resistir la tensión y se negaban a
seguir haciendo de oteadores pues, según decían, para soportar el horror es
mejor no ver nada y hacer como si sólo hubiera un mundo, el de los condenados a
muerte.
También
sucedía que ciertos vigías decepcionaban a los condenados porque sus relatos eran
demasiado minuciosos, exactos y científicos. “Veo una estación de ferrocarril
con dos puertas laterales y una central con trampilla de madera y herrajes de
latón, seguramente atornillados; hay en el andén un hombre de uniforme de unos
cincuenta y dos años de edad, con gafas de alambre y una pipa apagada. A la
derecha hay un hangar de doce por quince…”, decían estos malos vigías, y sus
compañeros aceptaban la información pero los sustituían de inmediato por otros
no tan rigurosos.
No
decepcionaban menos los distraídos, aquellos que daban una visión dispersa,
inconexa, improvisada y sin orden ni concierto del panorama: ahora una nube en
forma de Afrodita o una bandada de pájaros, luego una pareja de burgueses que
parecen amarse, ¿o son dos soldados discutiendo?; también irritaban quienes lo
interpretaban todo desde sus impresiones personales, como que a ellos les
parecía demasiado verde una planta o muy sucio un leñador…Ni la ciencia ni la
inocencia, ni la verdad objetiva ni la expresión subjetiva les eran de ninguna
ayuda a los condenados.
Los
oteadores más apreciados eran aquellos que referían con acierto la existencia
del mundo verdadero, libre de la tortura y del horror, un mundo luminoso pero
atado al mundo de los condenados por signos indescifrables. “Algunas mujeres de
este pueblo se han reunido junto a la estación, en el abrevadero público, y
están allí apiñadas mirando nuestros vagones con disimulo. Veo que una de
ellas, con un crío en los brazos, le señala a nuestro vagón, justamente, así
que voy a sacar la mano por la mirilla”, decía, por ejemplo, uno de los
oteadores más apreciados por los presos. Sus compañeros podían pensar entonces
que aquella mujer con el niño veía la mano, o algunos dedos de la mano,
agitándose desde la mirilla, y que quizá así la mujer se convencería de que
había gente muriendo en los vagones. Gente con manos, indudablemente. Y
guardaría memoria de ello y algún día lo contaría a sus nietos: “Yo vi a los
judíos pasar por la estación del pueblo y uno de ellos me agitó la mano, como
saludando, desde uno de los vagones.” Así parecía redimirse una parte del
dolor, aunque fuera de un modo muy ideal.
En los
buenos relatos, los presos tenían la certeza de que algo circulaba de los unos
a los otros, de los condenados a los libres, del mundo de la muerte al mundo de
la vida. Un signo indescifrable, como el rayo que desciende del cielo e ilumina
la noche un instante, ponía en relación dos universos que se desconocían
mutuamente. Y a los presos les era indiferente que de verdad el oteador hubiera
sacado la mano o que la mujer la hubiera visto, pues lo esencial para ellos era
sentirse partícipes del mundo de los vivos y pertenecientes al mismo, aunque
sólo fuera por unos segundos.
El oteador
de los vagones cargados de condenados era el único que tenía, no ya fe, sino
constancia de la existencia de otro mundo en el que las leyes permitían vivir a
la luz del sol. La vida de los condenados hacinados en el vagón era espantosa,
pero si el mundo de los vivos era verosímil, entonces la vida del vagón se
convertía en una ficción resultante del juego de otras leyes que condenaban a
vivir en el horror, sin culpa alguna ni haber sido acusados de nada. Se
mantenía de ese modo la esperanza de que el horror tuviera un final.
Mientras
el oteador era capaz de mantener la variedad del relato, mientras lograba
convencer a sus oyentes acerca de la realidad del mundo luminoso, entonces el
mundo del horror permanecía como la otra ficción. La realidad del mundo
luminoso y la realidad del mundo de la muerte se sostenían la una a la otra
como ficciones mutuas.
Sólo
cuando las leyes del mundo de la muerte y las del mundo de la vida coinciden,
sólo entonces la tarea del oteador carece de sentido y es inútil porque nadie
la necesita. Pero cuando eso sucede, como en nuestros días posiblemente suceda,
no sabemos si la indiferencia hacia oteadores, cronistas y vigías es el
resultado de la victoria del mundo luminoso (es decir, del permanente
desvelamiento de lo viviente) o el triunfo del escepticismo y la resignación de
los condenados.
Debe
prestarse atención al hecho de que ningún vigía consideró nunca su tarea como
una opción personal y libre, movida por su genialidad. Sabían que su tarea no
les pertenecía, sino que era el fruto de un pacto colectivo. El conjunto entero
de presos, en el vagón era la fuerza que alzaba o rechazaba sus observaciones.
Las visiones y relatos no eran, por lo tanto, el fruto de su carácter o la
expresión de su espíritu, sino una relación efímera e instantánea, un acuerdo
compartido por unos cuantos, por muchos o por todos, sobre la verdad de lo que
aparece en cada momento.
Añadamos,
para concluir, un último punto de gran relevancia en nuestros días. A pesar de
que las relaciones entre los condenados y los oteadores llegaron a ser muy
densas e incluso en algún vagón casi institucionales, ni uno solo de los
oteadores olvidó a cuál de los dos mundos pertenecía, aunque conociera dos
mundos igualmente reales y verosímiles. En ninguna de las memorias y diarios
que he podido leer aparece jamás un oteador que exigiera ser mantenido por la
comunidad de los presos”.
--
En su discurso, hablando de Martín de Riquer,
Félix de Azúa nos dejó esta frase que, aquí y ahora, deberíamos encontrarle
resonancias:
“La heroicidad también depende de saber mantener
las formas”
P. D: Otra imagen entrañable estampada ayer por
Félix de Azúa, es la de Carlos Barral, diciendo emocionado “el formidable poema
de Bertran de Born que comienza con el verso Be’m platz lo gais temps de pascor. Se lo sabía de memoria. Es un
poema de júbilo por la llegada de la primavera”.
FCC, 14-03-16
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