Borges. Foto de Diane Arbus
“Al fin me encuentro/ con mi destino
sudamericano”, dijo famosamente el Dr. Francisco Laprida, en un célebre poema
de Borges. De los numerosos estudios y ensayos que ese poema ha provocado,
tengo para mí al de Juan Liscano como el más vivo y entrañable. Una vez, en la
costa vasca francesa, nuestro poeta tuvo un sueño que le causó tanta impresión,
que decidió transcribirlo de inmediato. Esa semana había recibido de los Cuadernos
de L´Herne, la invitación a colaborar en el número que esa importante
publicación le dedicaría a Borges. Cuando intentó iniciar el artículo, no pudo
avanzar, y optó entonces por leer de nuevo el “Poema conjetural”. Al concluir
la lectura, tuvo una revelación: su sueño había sido ese poema. Recordó las
imágenes de un tal Laprade (no Laprida), francés, que cabalgaba un dromedario
con rumbo a una pirámide, probablemente egipcia. Laprade y su cabalgadura caen
en una fosa que se convierte en un río crecido. De pronto el sueño cambia de
escena y aparece una gran mesa en la que se da un banquete. Los comensales son
cuadros. En uno de ellos hay una fosa. Liscano, el soñador, se acerca y mira un
medallón en el que está escrito “Laprade”. Levanta su mirada y le pregunta a un
mesonero si allí murió Laprade. El hombre le responde que sí, con la cabeza.
Liscano se despierta.
No voy a glosar el magnífico ensayo del autor de
Nuevo Mundo Orinoco, sino a decir, simplemente, que el “Poema conjetural” de
Borges, soñado y releído por él, le permitió asociar diversos ejemplos
históricos del terrible encuentro entre la cultura y la barbarie. Tampoco voy a
referirme a la presencia de Dante en algunos versos del texto borgeano. Sólo
quiero decir que copiaré acá el poema de Borges, porque sigo vivo, resonando
duramente en nosotros, venezolanos, frente a nuestro destino:
POEMA
CONJETURAL
El doctor
Francisco Laprida, asesinado el día 22 de setiembre de 1829
por los
montoneros de Aldao, piensa antes de morir:
Zumban las
balas en la tarde última.
Hay viento
y hay cenizas en el viento,
se
dispersan el día y la batalla
deforme, y
la victoria es de los otros.
Vencen los
bárbaros, los gauchos vencen.
Yo, que
estudié las leyes y los cánones,
yo,
Francisco Narciso de Laprida,
cuya voz
declaró la independencia
de estas
crueles provincias, derrotado,
de sangre
y de sudor manchado el rostro,
sin
esperanza ni temor, perdido,
huyo hacia
el Sur por arrabales últimos.
Como aquel
capitán del Purgatorio
que,
huyendo a pie y ensangrentando el llano,
fue cegado
y tumbado por la muerte
donde un
oscuro río pierde el nombre,
así habré
de caer. Hoy es el término.
La noche
lateral de los pantanos
me acecha
y me demora. Oigo los cascos
de mi
caliente muerte que me busca
con
jinetes, con belfos y con lanzas.
Yo que
anhelé ser otro, ser un hombre
de
sentencias, de libros, de dictámenes
a cielo
abierto yaceré entre ciénagas;
pero me
endiosa el pecho inexplicable
un júbilo
secreto. Al fin me encuentro
con mi
destino sudamericano.
A esta
ruinosa tarde me llevaba
el
laberinto múltiple de pasos
que mis
días tejieron desde un día
de la
niñez. Al fin he descubierto
la
recóndita clave de mis años,
la suerte
de Francisco de Laprida,
la letra
que faltaba, la perfecta
forma que
supo Dios desde el principio.
En el
espejo de esta noche alcanzo
mi
insospechado rostro eterno. El círculo
se va a
cerrar. Yo aguardo que así sea.
Pisan mis
pies la sombra de las lanzas
que me
buscan. Las befas de mi muerte,
los
jinetes, las crines, los caballos,
se ciernen
sobre mí... Ya el primer golpe,
ya el duro
hierro que me raja el pecho,
el íntimo
cuchillo en la garganta.