miércoles, 28 de septiembre de 2016

¿Quién le teme a Virginia Woolf?

Virginia Woolf en 1938. Foto de Barbara Strachey

Una piedra de toque para el machismo (embozado o no) que escuché antenoche, me hizo pensar en la permanente actualidad de sus ensayos sobre el tema. Desplazarlo hacia lo superficial (lo siguen haciendo algunos) sería tapar el sol con un dedo: enfrente estaba por vez primera una mujer ocupando esa tribuna. ¿Entonces? Que los togados de Oxbridge, únicos que podían “pisar la grama” y “escandalizarse” por las supuestas banalidades, ocluyan el maltrato. La escritora no, y muchos de sus lectores (me incluyo), tampoco. Así empezó su conferencia:

Pero, me diréis, le hemos pedido que nos hable de las mujeres y la novela. ¿Qué tiene esto que ver con una habitación propia? Intentaré explicarme. Cuando me pedisteis que hablara de las mujeres y la novela, me senté a orillas de un río y me puse a pensar qué significarían esas palabras. Quizás implicaban sencillamente unas cuantas observaciones sobre Fanny Burney; algunas más sobre Jane Austen; un tributo a las Brontë y un esbozo de la rectoría de Haworth bajo la nieve; algunas agudezas, de ser posible, sobre Miss Mitford; una alusión respetuosa a George Eliot; una referencia a Mrs. Gaskell y esto habría bastado. Pero, pensándolo mejor, estas palabras no me parecieron tan sencillas”.

De inmediato entró al fondo del asunto y a riesgo de que la llamaran “banal”, demandó con absoluta claridad la habitación propia que les habían negado a las mujeres. Más adelante se refirió a ciertos políticos o pretendidos tales, duchos en la práctica de “agrandarse” a costa de considerar “inferiores” a los otros.


En eso, y en todo, su conferencia tiene todavía beligerancia. 

lunes, 26 de septiembre de 2016

El día señalado





Como algunas notables muestras del género, El día señalado (1964) de Manuel Mejía Vallejo, es una novela tejida con varios cuentos. Su tejido es armonioso. Aunque conociéramos por separado las partes, el conjunto siempre nos parecerá feliz. Su gran tema: la violencia colombiana, rural, persistente, cotidiana. Al igual que en Pedro Páramo, un hombre llega al pueblo a matar a su padre, y por el hilo de esa venganza comienzan a correr las historias.  “La venganza” fue, precisamente, el título que dio Mejía a una de ellas cuando la extrajo de la novela para publicarla aparte (1995) en un libro de cuentos.

Mario Escobar Velásquez dejó dicho en su diario que cuando Mejía sacó ese relato de la novela y se percató de que podía defenderse solo, lloró. Tanto fue el acierto, que –añade Escobar- La venganza es mejor como cuento que El día señalado como novela. Y eso ya es decir bastante, porque, sin duda, la novela es estupenda.

Hoy he vuelto a sus páginas para meterme en Tambo y su gallera, el lugar definitivo de los viejos pleitos:

Yo sé que mis manos están contentas cuando se hunden en los arroyos, cuando soban la piel de los caballos. Me estragaba tanta crueldad. Revólveres, puñales, espuelas… ¡Maldita la gracia de vivir! Pensé que para no tener piedad es necesario ver de lejos al hombre, verlo en la masa. Por eso sentí una rabiosa compasión por los seres caídos. Y el Cojo era uno de ellos.

-¡Lo mató, lo mató! –gritaron en la gallera cuando Aguilán se empinaba sobre Buenavida y cantaba despiadadamente.

Me levanté, cogí mi animal que me dejó en la palma de la mano sangre a medio coagular, y al salir clavé en el polvo mi cuchillo. El Cojo se quedó inmóvil, mirando, sin ver, la hoja que brillaba junto a las espuelas de su gallo muerto.

Cuando salí a la calle el sol comenzaba a clavarse tras la cordillera. Unos gallinazos que planeaban sobre ella parecían pavesas de incendio.

Arriba, hacia la plaza, estallaron más cohetes. Creí que estallaban en mi cabeza. Dentro de la gallera se quedaban los últimos gritos, los últimos silencios. Pero cuando anunciaron la entrada de los guerrilleros, se sucedieron los disparos y las trifulcas.

Debí de tene un aire sonámbulo, porque solamente recuerdo el cuerpo de un sargento tendido sobre la acera de El Gallo Rojo, y el instante en que el gordo de vestido blanco se doblaba sobre sí mismo, herido por una bala.

Y mientras arreciaban los disparos, el tambor y los cueros de res, yo seguía por media calle sin esquivar las carreras ni los estrujones.

Algo de mi padre se estremeció en mí cuando vi a Marta a la entrada del cañaduzal. Me quedé mirándola con tristeza, con la vieja tristeza de mi madre. Únicamente dije:

-Estoy cansado.

Creo que le dolió mi fatiga.

-Aquí dejo este gallo en prueba de que volveré. Es de la mejor raza.

Y salí pisando la sombra por el camino seco y solo. Me parece que iba llorando”.
--

Puesto a elegir, ese de Mejía Vallejo queda incluido en mi antología de finales. Por ese momento, volví a su novela. Y también –todo hay que decirlo- porque estaba pensando en Colombia y sus luchas por superar esas venganzas. Luchas que alcanzan hoy, con los acuerdos de paz, un punto estelar y promisorio.

(Manuel Mejía Vallejo ganó en Venezuela el concurso de cuentos del diario El Nacional en 1956 con su relato Al pie de la ciudad.  Su novela La casa de dos palmas ganaría en 1989 el Premio “Rómulo Gallegos”).

viernes, 23 de septiembre de 2016

Los caciques meditan

Alí Lameda

Seis de la mañana y un poeta olvidado. Su libro interminable, casi no leído todavía.
--

Reunidos en torno de un fogón de muriente
lumbre, los impasibles caciques terrenales
esperan…

(…)

¿No véis la tenebrosa columna funeraria
avanzando, el saliente de una quilla
que aguda rompe el himen del agua…?

(…)

Volved al día (…)
… pues apenas vuestro martirio empieza


Alí Lameda


(Los caciques meditan en El corazón de Venezuela)

miércoles, 21 de septiembre de 2016

Gil Fortoul y la esgrima (una lección de estilo)






Ante la página en blanco, el viejo tanteo de los inicios. Una, dos, tres palabras  se desplazan sin aparente rumbo. Van a su agonía, cortan el viento, consiguen un recodo. Se detienen. Corregidas, retornan a su cauce. Su anotador acaba de toparse con un texto de esgrima y lo ha puesto en la mesa como guía. Antes de proseguir, no resiste la tentación de releerlo:

Para frasear con elegancia es preciso haber llegado a un conocimiento profundo de la esgrima y a un gusto refinado. Las espadas se buscan con impaciencia nerviosa, se burlan una de otra con fingimientos rapidísimos y graciosas circulaciones, se chocan con golpes secos o se enlazan y desenlazan con movimientos serpentinos, hasta terminar con un ataque al pecho, inesperado y fulgurante, como rica y sonora rima al final de una estrofa.

El aficionado se llama José Gil Fortoul. Su libro: La esgrima moderna, 1892.

Ahora vuelvo a la página, “tocado” por su lección de estilo.

martes, 20 de septiembre de 2016

Aves alarmadas

Rómulo Gallegos

Cinco de la mañana. Amanece. En el monte ribereño inician las chenchenas su canto desapacible, pero acá no hay nadie que despierte con conciencia ausente del sitio donde se halla. Quien acá despierta se encuentra con Gallegos en la memoria. Abre Cantaclaro y lee:

“-¿Cómo se siente catire? –pregúntale Juan Parao, que ha velado junto a la hamaca donde él reposa.

-Sabrosito. Como si me hubieran dado una paliza con todos los palos del monte.

-¿Y a eso lo llama usté sentirse sabrosito? Usté como que ni sus males los toma en serio”.

Poco después vendrá el café y comenzará “aquella esgrima de reticencias con que los llaneros se entienden cuando no quieren o no pueden explicarse”.

Florentino, consciente de esa práctica, sonríe, mientras vierte café caliente sobre el plato. Bebe.
--

No hace mucho mi cuñado Roberto me dijo de memoria ese amanecer galleguiano y me habló de las chenchenas. Me dijo que al oírlas por vez primera comprendió lo bien que a su canto les calza la palabra “desapacible”. Es un canto de aves alarmadas, añadió.
--

Pensando en lo que ahora nos pasa, me pregunto: ¿no será que perdimos nuestra capacidad de alarmarnos?
--

Gallegos: "Amanece. En el monte ribereño inician las chenchenas su canto desapacible. Florentino despierta, con conciencia ausente del sitio donde se halla".


Lo dejo así, como metáfora.

sábado, 17 de septiembre de 2016

Fulgor y vida de Darío Lancini en The Night




Una de las estupendas anécdotas literarias de The Night es un breve diálogo de Darío Lancini con Pablo Neruda, en Varsovia. Era diciembre de 1971. Lancini había ido con una bella amiga polaca al estreno de un montaje de Fulgor y muerte de Joaquín Murieta, poema dramático del chileno que recorrió por esos años numerosos escenarios. Finalizada la obra, Lancini y su amiga tuvieron la ocasión de compartir unos minutos con Neruda en el hall del Palacio de Cultura y Ciencia. Allí Neruda, genio y figura siempre, trabó una menos interesante que interesada conversación con Jola, la atractiva acompañante del venezolano. Su treta seductora incluyó una analogía entre Murieta y Janosik, el célebre bandolero polaco. Al recordar que la mujer no andaba sola, se dirigió a Darío y le pidió su opinión acerca de la obra. Lo que siguió se relata en The Night de esta manera:

Darío comenzó por afirmar que la comparación entre Murieta y el Che Guevara que se proponía en la obra era desafortunada, además de constituir un evidente anacronismo. Esa mención podía llegar a ser como aquel verso donde el poeta resentía como un golpe oceánico la muerte de Stalin. Por otra parte, no estaba de acuerdo con la idea de que Murieta fuese chileno. Se trataba de un conocido truco en la traducción de la obra original, proveniente del francés y a su vez proveniente del inglés. Sin embargo, todas las fuentes se equivocaban. De acuerdo a un estudio de un crítico compatriota suyo, Joaquín Murieta no era ni chileno ni mexicano, como se solía afirmar, sino venezolano. Y el episodio de la violación de su mujer había sido aún más dramático, pues en realidad, la mujer que fue violada y asesinada era hija de Murieta y el propio Murieta figuraba, con sus amigos de tropelía, entre los ultrajadores de la muchacha, es decir, como violador de su propia hija. La leyenda de Murieta como una especie de Robin Hood latinoamericano era una invención de los cantaclaros de la segunda mitad del siglo XIX, cuya función era justificar poéticamente las revueltas y los distintos caudillajes.

Darío calló y por un segundo el Palacio pareció contener el aliento. Todos esperaban la respuesta del poeta.

-¿Cómo se llama ese crítico compatriota suyo? –preguntó Neruda, cuando se repuso.
-Villanueva –dijo Darío-. Víctor Villanueva.
-Tiene mucha imaginación ese Villanueva.

El público celebró la salida del poeta.

-No lo dudo. Aunque no como la suya, mi admirado poeta –dijo Darío.

Darío le tendió la mano a Neruda haciendo una reverencia, tomó a la rubia por la cintura y se marcharon”.
--

Días después, un amigo de Darío que había presenciado el diálogo, le preguntó:

¿Cómo es que se llama el historiador que mencionaste ese día?
-¿Cuándo?
-Con Neruda, cuando hablaron sobre Murieta.
Darío empezó a reírse.
¿Qué? –dijo Valerio.
-Una tontería. Lo que hice fue contarle Doña Bárbara. Eso fue todo. 
--

Para algunos lectores (me incluyo) es difícil no caer en la tentación de rastrear las asociaciones literarias, ficticias o no, que los novelistas como Rodrigo Blanco Calderón nos sugieren.  Al leer lo anterior, recordé vagamente que algo sobre Murieta habían escrito Borges y Octavio Paz. Tras fracasar en mi primera indagación borgeana, abrí el libro de Paz que me parecía más sospechoso. Así, en unas páginas de Al paso el mexicano se refiere a la atracción que sobre los latinoamericanos han ejercido ciertas figuras de la mitología bárbara de los Estados Unidos (“malhechores y aventureros fuera de la ley”). Para apoyar su afirmación cita un caso que habría agradado a nuestro genial Darío Lancini, el gran Lancini de Rodrigo:

Un ejemplo es la colección de anécdotas –sorprendentes, atroces o sórdidas- recogidas por Borges en su Historia universal de la infamia (…). Borges publicó muchos de estos relatos, antes de recogerlos en un libro, en la revista Sur; si no me equivoco, entre ellos figuraba uno, después desechado, acerca del famoso Joaquín Murrieta. Este tipo de figuras, en las fronteras entre heroísmo e ignominia, lo fascinaron siempre, aunque quizá el origen de Murrieta no era de su agrado (…).

Verdadero mito –héroe, bandido, ángel vengador- la imagen de Joaquín Murrieta es la encarnación de la justicia popular, ambigua constelación de crueldades, buenos sentimientos, lealtades, crímines atroces y fatalismo. El bandido vengador apareció en California hacia 1850, esparció el terror durante unos pocos años y murió de muerte violenta en 1853 (…). Al principio, Joaquín fue un mexicano de Sonora y como tal figura en el primer relato en español de sus aventuras: Vida y muerte del más célebre bandido sonorense, Joaquín Murrieta (México, 1908). El autor fue mi abuelo, Ireneo Paz. Al pasar del inglés al español, Joaquín ganó una erre en su apellido: Murrieta. El personaje estaba destinado a tener, como tantos héroes, un origen incierto. En 1926, en San Antonio, Texas, Ignacio Herrera publicó una nueva versión: Joaquín Murrieta, el bandido chileno de California. Transfiguración final: en 1967, en Santiago de Chile, Pablo Neruda publica su poema dramático Fulgor y muerte de Joaquín Murieta, bandido chileno. El sonorense volvió a perder una erre pero ganó otra patria y, con ella, la celebridad poética”.

Dije hace un momento que a Darío Lancini le habrían gustado esas referencias pacianas. Más seguro estoy de esto que ahora se me ocurre: Borges y Paz habrían gozado, como casi todos los lectores, de la anécdota nerudiana de Lancini que nos regala Rodrigo Blanco Calderón en su novela fulgurante.