Ante la página en blanco, el viejo tanteo de los
inicios. Una, dos, tres palabras se
desplazan sin aparente rumbo. Van a su agonía, cortan el viento, consiguen un
recodo. Se detienen. Corregidas, retornan a su cauce. Su anotador acaba de
toparse con un texto de esgrima y lo ha puesto en la mesa como guía. Antes de
proseguir, no resiste la tentación de releerlo:
Para
frasear con elegancia es preciso haber llegado a un conocimiento profundo de la
esgrima y a un gusto refinado. Las espadas se buscan con impaciencia nerviosa,
se burlan una de otra con fingimientos rapidísimos y graciosas circulaciones,
se chocan con golpes secos o se enlazan y desenlazan con movimientos
serpentinos, hasta terminar con un ataque al pecho, inesperado y fulgurante,
como rica y sonora rima al final de una estrofa.
El aficionado se llama José Gil Fortoul. Su
libro: La esgrima moderna, 1892.
Ahora vuelvo a la página, “tocado” por su
lección de estilo.
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