Una de las estupendas anécdotas literarias de The
Night es un breve diálogo de Darío Lancini con Pablo Neruda, en
Varsovia. Era diciembre de 1971. Lancini había ido con una bella amiga polaca al
estreno de un montaje de Fulgor y muerte de Joaquín Murieta,
poema dramático del chileno que recorrió por esos años numerosos escenarios. Finalizada
la obra, Lancini y su amiga tuvieron la ocasión de compartir unos minutos con
Neruda en el hall del Palacio de Cultura y Ciencia. Allí Neruda, genio y figura
siempre, trabó una menos interesante que interesada conversación con Jola, la
atractiva acompañante del venezolano. Su treta seductora incluyó una analogía
entre Murieta y Janosik, el célebre bandolero polaco. Al recordar que la mujer
no andaba sola, se dirigió a Darío y le pidió su opinión acerca de la obra. Lo
que siguió se relata en The Night de esta manera:
“Darío
comenzó por afirmar que la comparación entre Murieta y el Che Guevara que se
proponía en la obra era desafortunada, además de constituir un evidente
anacronismo. Esa mención podía llegar a ser como aquel verso donde el poeta
resentía como un golpe oceánico la muerte de Stalin. Por otra parte, no estaba
de acuerdo con la idea de que Murieta fuese chileno. Se trataba de un conocido
truco en la traducción de la obra original, proveniente del francés y a su vez
proveniente del inglés. Sin embargo, todas las fuentes se equivocaban. De
acuerdo a un estudio de un crítico compatriota suyo, Joaquín Murieta no era ni
chileno ni mexicano, como se solía afirmar, sino venezolano. Y el episodio de
la violación de su mujer había sido aún más dramático, pues en realidad, la
mujer que fue violada y asesinada era hija de Murieta y el propio Murieta
figuraba, con sus amigos de tropelía, entre los ultrajadores de la muchacha, es
decir, como violador de su propia hija. La leyenda de Murieta como una especie
de Robin Hood latinoamericano era una invención de los cantaclaros de la
segunda mitad del siglo XIX, cuya función era justificar poéticamente las
revueltas y los distintos caudillajes.
Darío
calló y por un segundo el Palacio pareció contener el aliento. Todos esperaban
la respuesta del poeta.
-¿Cómo se
llama ese crítico compatriota suyo? –preguntó Neruda, cuando se repuso.
-Villanueva
–dijo Darío-. Víctor Villanueva.
-Tiene
mucha imaginación ese Villanueva.
El público
celebró la salida del poeta.
-No lo
dudo. Aunque no como la suya, mi admirado poeta –dijo Darío.
Darío le
tendió la mano a Neruda haciendo una reverencia, tomó a la rubia por la cintura
y se marcharon”.
--
Días después, un amigo de Darío que había
presenciado el diálogo, le preguntó:
“¿Cómo es
que se llama el historiador que mencionaste ese día?
-¿Cuándo?
-Con
Neruda, cuando hablaron sobre Murieta.
Darío
empezó a reírse.
¿Qué? –dijo
Valerio.
-Una
tontería. Lo que hice fue contarle Doña Bárbara. Eso fue todo.”
--
Para algunos lectores (me incluyo) es difícil no
caer en la tentación de rastrear las asociaciones literarias, ficticias o no, que
los novelistas como Rodrigo Blanco Calderón nos sugieren. Al leer lo anterior, recordé vagamente que
algo sobre Murieta habían escrito Borges y Octavio Paz. Tras fracasar en mi
primera indagación borgeana, abrí el libro de Paz que me parecía más sospechoso.
Así, en unas páginas de Al paso el mexicano se refiere a la
atracción que sobre los latinoamericanos han ejercido ciertas figuras de la
mitología bárbara de los Estados Unidos (“malhechores y aventureros fuera de la
ley”). Para apoyar su afirmación cita un caso que habría agradado a nuestro
genial Darío Lancini, el gran Lancini de Rodrigo:
“Un
ejemplo es la colección de anécdotas –sorprendentes, atroces o sórdidas- recogidas
por Borges en su Historia universal de
la infamia (…). Borges publicó
muchos de estos relatos, antes de recogerlos en un libro, en la revista Sur; si no me equivoco, entre ellos
figuraba uno, después desechado, acerca del famoso Joaquín Murrieta. Este tipo
de figuras, en las fronteras entre heroísmo e ignominia, lo fascinaron siempre,
aunque quizá el origen de Murrieta no era de su agrado (…).
Verdadero
mito –héroe, bandido, ángel vengador- la imagen de Joaquín Murrieta es la
encarnación de la justicia popular, ambigua constelación de crueldades, buenos
sentimientos, lealtades, crímines atroces y fatalismo. El bandido vengador
apareció en California hacia 1850, esparció el terror durante unos pocos años y
murió de muerte violenta en 1853 (…). Al principio, Joaquín fue un mexicano de
Sonora y como tal figura en el primer relato en español de sus aventuras: Vida y muerte del más célebre bandido sonorense, Joaquín Murrieta (México, 1908). El autor fue mi abuelo,
Ireneo Paz. Al pasar del inglés al español, Joaquín ganó una erre en su
apellido: Murrieta. El personaje estaba destinado a tener, como tantos héroes,
un origen incierto. En 1926, en San Antonio, Texas, Ignacio Herrera publicó una
nueva versión: Joaquín Murrieta, el
bandido chileno de California.
Transfiguración final: en 1967, en Santiago de Chile, Pablo Neruda publica su
poema dramático Fulgor y muerte de Joaquín Murieta, bandido chileno. El
sonorense volvió a perder una erre pero ganó otra patria y, con ella, la
celebridad poética”.
Dije hace un momento que a Darío Lancini le
habrían gustado esas referencias pacianas. Más seguro estoy de esto que ahora se
me ocurre: Borges y Paz habrían gozado, como casi todos los lectores, de la
anécdota nerudiana de Lancini que nos regala Rodrigo Blanco Calderón en su
novela fulgurante.
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