Rómulo Gallegos
Cinco de la mañana.
Amanece. En el monte ribereño inician las chenchenas su canto desapacible, pero
acá no hay nadie que despierte con conciencia ausente del sitio donde se halla.
Quien acá despierta se encuentra con Gallegos en la memoria. Abre Cantaclaro
y lee:
“-¿Cómo se siente
catire? –pregúntale Juan Parao, que ha velado junto a la hamaca donde él
reposa.
-Sabrosito. Como si me
hubieran dado una paliza con todos los palos del monte.
-¿Y a eso lo llama usté
sentirse sabrosito? Usté como que ni sus males los toma en serio”.
Poco después vendrá el
café y comenzará “aquella esgrima de reticencias con que los llaneros se
entienden cuando no quieren o no pueden explicarse”.
Florentino, consciente
de esa práctica, sonríe, mientras vierte café caliente sobre el plato. Bebe.
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No hace mucho mi cuñado
Roberto me dijo de memoria ese amanecer galleguiano y me habló de las
chenchenas. Me dijo que al oírlas por vez primera comprendió lo bien que a su
canto les calza la palabra “desapacible”. Es un canto de aves alarmadas,
añadió.
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Pensando en lo que ahora
nos pasa, me pregunto: ¿no será que perdimos nuestra capacidad de alarmarnos?
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Gallegos: "Amanece.
En el monte ribereño inician las chenchenas su canto desapacible. Florentino
despierta, con conciencia ausente del sitio donde se halla".
Lo dejo así, como
metáfora.
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