jueves, 31 de agosto de 2017

Lecturas de viajero






Si se trataba de tranvía o de tren, Josep Pla se llevaba un libro de Platón. De Spinoza, si lo hacía en autobús. “Nada mejor que la Etica para ese viaje sobre ruedas”, pensaba. Durante el trayecto, las páginas del sefardita y el campo catalán se le convertían  en un mismo paisaje. Ambos en orden “more geometrico”. Dios se le hacía difuso en esas líneas y armonizaba con los árboles, que iban y venían en su ventanilla. Con mirada de Turner, Pla leía al filósofo de “tristes ojos y de piel cetrina” (Borges). Iba por el Ampurdán y de pronto imaginaba lo imposible: Spinoza bailaba sardana. En verdad, era su autor predilecto para todos los viajes. Lo leía en una traducción al francés, distribuida en tres volúmnes comprados en París, en la Rue Jacob. Quiso la fortuna que esa vez en la librería de viejo estuviera Anatole France, quien al comentario desdeñoso del librero Margraff sobre el filósofo, añadió, mirando compasivamente a Pla: “Pobre infeliz”. No sabía –el librero tampoco- que el joven catalán estaba llevándose a su mejor compañero de viaje.
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“No van en tren, van en avión”, como diría famosamente Charly García. Son dos lectores. Forman parte de una cofradía cuyos miembros se reconocen por detalles casi imperceptibles. Bastó que uno hiciera referencia a la lengua castellana, para que el otro afirmara que ese era “su destino”. Al decirlo, la réplica no se hizo esperar: “El bronce de Francisco de Quevedo”. Tras el feliz intercambio de versos, hacen silencio. Leerán.  Uno acaba de sacar de su bolso la Ética de Spinoza. El otro lo mira. El otro no se contiene y dice: “…El asiduo manuscrito/ aguarda ya cargado de infinito”. Su vecino, que hasta hace poco sólo se sabía de memoria el primer soneto de Borges sobre Spinoza, pudo seguirlo con fluidez exacta y pronunciar, gozoso, los versos que sigue: “Alguien construye a Dios en la penumbra” (…). Resulta que poco antes había sido aleccionado por su hija Luisana, quien, antes de emprender un viaje, le recordó, sobre el piso de Cruz Diez, ese otro soneto spinoziano de Borges. Así, en su honor, lo memorizó desde entonces. Por eso, puede ahora corear con el otro pasajero estas líneas:

El más pródigo amor le fue otorgado,
el amor que no espera ser amado”.
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Pienso en otra escensa de lector viajero. Está en un tren mexicano y el calor lo agobia. Va de Oaxaca a Puebla. Es Aldous Huxley. Baja la cortina y se entrega a la lectura protectora de Spinoza.

La herejía geométrica



Spinoza, por Joaquin Sorolla

Tanto en su Ética como en su Tratado teológico-político, Spinoza abogó por la tolerancia, pero fue víctima de su contrario en el ámbito religioso que le resultaba más cercano. Incomprendido por muchos en su tiempo, adoptó un modo geométrico que era también –y sobre todo- un modo poético. Esta última idea es de Henri Meschonnic, quien en su libro Spinoza, poema del pensamiento (Cactus y Tinta Limón, Buenos Aires, 2015.) afirma que a muchos de sus estudiosos, por no atender al tema del lenguaje en su obra, se les escapa esta dimensión poética de la calculada geometría spinoziana.

Como se sabe, los modos poéticos de los filósofos también incordian. Y más, si son geométricos. Sin haberlos desarrollado todavía, quien habría de ser un estupendo pulidor de lentes, exacerbó al poder religioso, y a los 24 años de edad, sin que se supieran con certeza las razones, fue execrado por la ortodoxia, mediante la más inclemente de las excomuniones: nada menos que “el jerem”. Para oprobio de sus redactores, recordemos algunas líneas de ese monumento de la intolerancia:

Por la decisión de los ángeles, y el juicio de los santos, excomulgamos, expulsamos, execramos y maldecimos a Baruch de Spinoza, con la aprobación del Santo Dios y de toda esta Santa comunidad, ante los Santos Libros de la Ley con sus 613 prescripciones, con la excomunión con que Josué excomulgó a Jericó, con la maldición que utilizo Eliseo contra los niños y con todas las execraciones escritas en la Ley. Maldito sea de día y maldito sea de noche; maldito sea cuando se acuesta y maldito sea cuando se levanta; maldito sea cuando sale y maldito sea cuando regresa. Que el Señor no lo perdone. Que la cólera y el enojo del Señor se desaten contra este hombre y arrojen sobre él todas las maldiciones escritas en el Libro de la Ley. El Señor borrará su nombre bajo los cielos y lo expulsará de todas las tribus de Israel abandonándolo al Maligno con todas las maldiciones del cielo escritas en el Libro de la Ley. Pero vosotros, que sois fieles al Señor vuestro Dios, vivid en paz. // Ordenamos que nadie mantenga con él comunicación oral o escrita, que nadie le preste ningún favor, que nadie permanezca con él bajo el mismo techo o a menos de cuatro yardas, que nadie lea nada escrito o trascripto por él”.

Años después, Spinoza escribirá en su Ética:

“…no tenemos la potestad absoluta de amoldar según nuestra conveniencia las cosas exteriores a nosotros. Sin embago, sobrellevaremos con serenidad los acontecimientos que nos sean contrarios…

Él lo hizo y nos dio el ejemplo de su dignidad. En su escritura "geométrica” habitaba un poeta.

miércoles, 2 de agosto de 2017

Lezama Lima y dos venezolanos de la "decadencia"



José Rafael Pocaterra

Lugar: aula del segundo grado del Colegio San Francisco de Paula, en la calle Concordia de La Habana. El maestro habla de Colón y de sus carabelas. A un niño le causa gracia el suave canto de esa voz. Le han dicho que el maestro tiene 22 años y que es venezolano. El niño hace un dibujo en su cuaderno, pinta de violeta el mar, y se imagina el país de donde ha llegado su maestro. Es el primero de octubre de 1921.
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Al salir del colegio, el niño -como de costumbre- lleva una tiza. Durante la alegre ruta hacia su casa, raya las paredes. Se detiene frente a un portón. Dibuja en él un barquito y escribe debajo: “Santa María”, como dijo el maestro cuando habló de la carabela grande de Colón.

En su casa refiere el nombre del país de donde proviene su maestro. “Venezuela. Eso quedará allá, en Jacksonville”, le responden, como si aludiesen a la Atlántida o a una comarca muy distante.
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El joven maestro lleva apenas unos meses en Cuba. Es venezolano, en efecto. Nació en San Antonio del Táchira y llegó a La Habana, huyéndole a la feroz dictadura de Juan Vicente Gómez. Primo suyo, por cierto. En la isla fundó una revista y publica artículos de prensa que alcanzan ya difusión continental y han despertado la admiración del propio Vargas Vila. Con su pluma combate la tiranía de su país. Para sobrevivir en Cuba, trabaja como maestro en el prestigioso colegio habanero de varones que dirige el profesor Pablo Mimó. Son los tiempos de la presidencia de Zayas.

Su nombre es Francisco Laguado Jayme. Por varios años seguirá su prédica antigomecista. Se vinculará a Julio Antonio Mella, así como a compatriotas suyos que llegan a Cuba buscando apoyo contra Gómez. En 1929 será asesinado por el terrorífico gobierno de Machado, a instancias del dictador de Venezuela, al tanto de todo, por los muchos y eficientes agentes que tenía en el Caribe y Centroamérica. Uno de esos espías será el encargado de propiciar la captura del maestro. Tras salvajes torturas, Laguado Jayme fue metido en un saco y lanzado al mar, en la boca del Morro.
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El niño se llama José María Andrés Fernando y es hijo del Coronel José María Lezama y Rodda y de Rosa María Lima y Rosado. Se le conocerá años después como José Lezama Lima.
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José Rafael Pocaterra, en uno de los apéndices a sus Memorias de un venezolano de la decadencia, incluye un valioso testimonio acerca del juicio que, una vez caído el machadato, se siguió en Cuba a los asesinos de Laguado Jayme. El Tribunal condenó a muerte a los ejecutores del crimen y solicitó del gobierno dominicano la extradición del exdictador Machado, por determinar que éste dio la orden del asesinato. Uno de los testigos en el juicio fue el venezolano Luis Alfredo López Méndez, quien aseguró haber visto a Laguado Jayme en la sede de la Policía Secreta de La Habana, pelando una naranja.
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Fue el mismo Pocaterra quien propulsó, con la ayuda de la prensa cubana, el juicio para esclarecer el asesinato del maestro de segundo grado de José Lezama Lima.

Sin duda, una historia de escritores dignos.

P.S1: El libro de Pocaterra (Memorias de un venezolano de la decadencia) es mucho más que un testimonio. Combina el archivo con el relato. Y dentro de su relato, cunde la novela o “lo novelesco”, para decirlo con Barthes. No hay ceniza en sus recuerdos (definir es “cenizar” decía el alumno de Laguado Jayme). Hay fuego.

P.S2: López Méndez, el testigo que vio a Laguado en la Secreta "pelando una naranja", es el pintor, quien vivió en La Habana varios años. Admiraba a Pocaterra. En esa época le hacía ilusión ilustrar los cuentos del valenciano, que tanto le gustaban. Tenían un amigo cubano en común: Jorge Mañach.