Retrato de Sucre, hecho en Quito para su esposa, la marquesa de Solanda
Si hay una arista en la personalidad de
Sucre que no encaja en el modelo del héroe clásico, es su serenidad. Los héroes
griegos eran osados, atrabiliarios, levantiscos. Heracles, el “héroe-dios” de
Píndaro desafiaba a los dioses. Lo mismo hacía Orión respecto de Artemisa. Y
Aquiles profanaba el templo de Apolo. Todos poseían un rasgo propio de la
naturaleza heroica: hybris, una
especie de tendencia al desarreglo, a lo inestable.
Se dice que hybris fue lo que demostraron poseer los persas cuando invadieron
Grecia. Walter Kaufmann en su libro Tragedia
y Filosofía indica que significa violencia e insolencia desenfrenada y
puede aplicársele perfectamente a esos persas que según Esquilo “no dudaron en
saquear las imágenes de los dioses y en incendiar todos sus templos”. Lo
contrario de hybris vienen siendo dike y sophrosyne. Por la primera de ellas se entiende orden y derecho.
Por la segunda, templanza y moderación. Sophrosyne
es la gran virtud de los prudentes y no es propia de la épica.
López Méndez dijo de Sucre lo que
Agrícola de Tácito: en el estudio de la sabiduría adquirió el más raro de los
dones: le mesura en la sabiduría misma. Al hacerlo, no estaba sino adjudicándole
esa hermosa cualidad que los griegos denominaron sophrosyne.
Si nos guiamos por los magníficos escritos
del propio Sucre, apreciaremos que éste se muestra calmado hasta en los
momentos de mayor exaltación patriótica de los suyos. Con un lenguaje que
desconoce el énfasis, comunica un hecho tan relevante como el triunfo de
Ayacucho: “Se hallan, por consecuencia en este momento en poder del ejército
libertador: los tenientes generales La Serna y Canterac; los mariscales Valdés,
Carratalá, Minet y Villalobos”. Hasta ahí. Nada en él de esa grandilocuencia
militar de la que no escapó Bolívar.
Carente por completo de hybris. Sucre en lugar de embriagarse
con la gloria, luego de Ayacucho, opta por esta salida insólita: “Creo que para
terminar esto, con un cuerpo de seis mil hombres contra tres mil (que me
asegura Canterac ser toda la fuerza de Olañeta), basta cualquiera y, por tanto, me atrevo a suplicar
a usted por mi relevo y el permiso de regresarme, puesto que ya se ha terminado
el negocio éste”.
Pero el negocio no podía concluir todavía
para un héroe de la estirpe trágica de Sucre, carácter tanto más singular si
consideramos su espíritu equilibrado, su dominio; en fin, su sophrosyne. Sucre no podía terminar en
casa, en brazos de la marquesa de Solanda, la Penélope, que decía Bolívar. Con
la misma serenidad que sortea las dificultades de la guerra, las intrigas de la
política y los acosos de los resentidos, ensaya su ars moriendi. Como el héroe de Cioran, los caminos que no le llevan
a la muerte le resultan callejones sin salida.
Instintivamente hace todo lo posible por
concitarse acontecimientos funestos, y no renunciar a su voluntad de tragedia.
Se desplazará en un campo minado de odios, de mezquindades y de envidias. Lo
alcanzará uno que otro dardo xenófobo como la de la cuarteta de un tal cura
Larriva: “Sucre, el año veintiocho –irse a su patria promete- Cómo permitiera Dios- que se fuera el
veintisiete”. Pero, al igual que Bolívar, tampoco en su patria quieren el
regreso del héroe de Ayacucho. Es ya un personaje de Visconti que se mueve en
un escenario de Peckinpah, pero dirigido por el italiano, con el Titán de Mahler
resonando al fondo.
El desenlace es conocido. Menos lo son
las verdaderas causas del asesinato. Cualesquiera que hayan sido, le sirvieron
a Sucre para morir en nombre de su destino de héroe trágico y sereno.
Ayacucho significa en quechua “rincón de
los muertos”. Para mí, antes que todo, significa un parque. Un noble parque de
Barquisimeto. Allí puedo todavía decirle a Sucre estos versos de Borges:
Te
imagino severo, un poco triste.
Quién
me dirá cómo eras y quién fuiste”.
(Hoy se cumplen 195 años de la batalla de
Ayacucho. De mi archivo de fantasmas, tomé esta vieja página sobre Sucre)
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