Contraportada de la edición española (Acantilado, 2008) de Montaigne, de Stefan Zweig
Dijo de sí mismo: “No hago más que ir y venir.
Mi juicio no siempre avanza; flota, vaga”. Su palabra iba al tanteo, tejía
formas, vislumbraba fondos. Matizaba. Discurría, si lo acompañaba el humor.
Ensayar era su oficio. Y era libre, precisamente, por eso.
Refiere Zweig, que, cuando en la penumbra de su
habitación abría los Ensayos, la letra impresa, como por
arte de magia, se evaporaba. No había libro. Había un hombre, un amigo que lo
comprendía y que le daba algún consejo, sin la intención de darlo. Cada vez que
sentía fuerzas hostiles que lo amenazaban, buscaba el alivio de su presencia.
“Nada nos protege más en una época de confusión y de bandos opuestos que la
lealtad y el humanismo”, decía Zweig cuando invocaba al Señor de la Montaña.
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Esta mañana abrí el Libro II y fui a la Apología. Divisé los alciones en el
mar de Sicilia. Terminaban de construir su nido, y Montaigne se admiraba de su
belleza y proporción. Como es sabido, sólo el ave que lo diseña puede entrar en
esa nave que sortea las tormentas. Ante ese misterio, sentí la certeza de estas
palabras del vienés acerca de uno de sus dioses tutelares:
Basta una
hora, o media, con su libro para encontrar una palabra alentadora.
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Alciónico Montaigne, pintó su vuelo.
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