John Berger, en su última visita a su adorado Museo del Prado. 2010
Velásquez y el agujerito de la eternidad
Cuenta el versátil John Berger que los
visitantes vespertinos del Museo del Prado se confunden a veces con los
personajes de los cuadros. Como lleva años tratando de captar el secreto de los
bufones y enanos de Velázquez, ha comprobado que las salas del Museo en las
últimas horas de la tarde, pueden alcanzar un ambiente semejante al de las
Ramblas. Fue en una de esas ocasiones cuando Berger descubrió una pista segura
para su pesquisa.
Después de saludar a Pablo de Valladolid, el
menos “anormal” de los bufones, buscó a su predilecto, un adorable bizco a
quien llaman equivocadamente Bobo de Coria, porque nada tiene de bobo ni de
mentecato: Juan Calabazas, el ingenioso Calabacillas. Al estar frente a él,
Berger recordó que Velázquez tuvo una discreta complicidad con los bufones y
que ambos jugaban con las apariencias. Se acercó todo lo que pudo y lo miró a
los ojos. Es el Calabazas que está sentado en el suelo y que tiene muy quietos
los ojos. Su rostro, pura risa, señal de su talento.
Berger se fijó detenidamente en la mirada y vio
en ella mucho más que el estrabismo. Pasó por alto el cuello de encaje y la
armonía admirable de oscuros y de pardos que tan bien conoce. Sintió de pronto
que ya tenía lo que buscaba, y escribió:
“Los ojos inertes de Juan Calabazas miran pasar
la vida y nos miran a nosotros a través de un agujerito desde la eternidad.
Este el secreto que me sugirió un encuentro en las Ramblas”.
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Esopo
John Berger mira un cuadro. Desde la primera vez
que la vio, la imagen de ese hombre lo impresiona. Es Esopo, imaginado por
Velázquez.
“¿Quién fue el modelo para este retrato
histórico de un hombre que vivió dos mil años antes que el pintor?”. Después de
conjeturar que pudo haber sido un liberto (“su presencia tiene el poder de los
que no tienen poder”), un antiguo convicto o un esclavo de galeón “a quien
Velázquez, como don Quijote, conoció en las calles”, refiere Berger que un
historiador del arte afirmó que la fuente inspiradora del pintor fue un grabado
de Giovanni Battista Porta. Berger duda y prefiere pensar en el recuerdo
velazquiano de una vieja campesina.
(“Sus ojos son extraños, porque han sido
pintados con menos énfasis que cualquier otro detalle del cuadro. Casi se diría
que todo ha sido pintado excepto los ojos, que los ojos son el único resto
virgen de la tela.
Y, sin embargo, todo en el cuadro, salvo el
folio y la mano que lo sostiene, parece señalarlos. La expresión de los ojos
está dada por el porte de la cabeza y por los otros rasgos: la boca, la nariz,
el ceño. Los ojos actúan –miran, observan, nada se les escapa- , pero no
reaccionan con un juicio. Este hombre no es un protagonista ni un juez ni un
satírico”).
Para ganarse el pan y el techo, este hombre
–dice Berger- debe contar historias.
Antes de partir hacia su público se mira en un
espejo de Velázquez.
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Ayer murió John Berger, en París. Tenía 90 años.
Paz a su alma.
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