Leo en un libro de Virginia Woolf su lúcida respuesta a la solicitud de opinión (acompañada de la petición de una ayuda económica para el fondo de reconstrucción de un Colegio Universitario) que los dirigentes de una causa justa le habían formulado. Le preguntaban cómo evitar la guerra. Leo, por
supuesto, Tres guineas, y me convenzo, una vez más, de su vigencia, no
sólo en lo tocante al tema de los géneros, sino también en la armoniosa aplicación que
los sólidos argumentos de la Woolf tienen para otros ámbitos de nuestras vidas.
Sí, se acuerdan de Santa Bárbara cuando truena, exigen
nuestra confianza cuando tienen el agua al cuello, sin habernos hecho
partícipes antes de lo que se traían entre manos, sin haber abierto previamente
las puertas de sus centros de enseñanza o de cultura, menos aún, de su lugar de
decisiones. Y lo peor: sin haberse hecho autocrítica alguna, gozosos como son
de su arrogancia.
Tiene la palabra Mrs. Woolf:
“…si bien
fue sorprendente que me pidiera la opinión sobre la manera de evitar la guerra,
más sorprendente es aún que me pida le ayude, en los un tanto abstractos
términos de su manifiesto, a proteger la cultura y la libertad intelectual. Quizás
usted pregunte: ¿Y por qué es esto tan sorprendente? Supongamos que el dique de
Devonshire, con su estrella y su liga, entrara en la cocina y le dijera a la
criada dedicada a pelar patatas, con un tizne en una mejilla: ´Deje de pelar
patatas, Mary, y ayúdeme a estructurar cierto párrafo un tanto difícil, debido
a Píndaro´. ¿Verdad que Mary quedaría sorprendida e iría corriendo al encuentro
de la cocinera, Louisa, para decirle: ´¡Louie! ¡El señor se ha vuelto loco!´
Esta exclamación, u otra parecida, es la que acude a nuestros labios cuando los
hijos de los hombres con educación nos piden, a nosotras, sus hermanas, que
protejamos la cultura y la libertad intelectual. Sin embargo, intentemos
traducir el grito de la criada al lenguaje de las personas con educación”.
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Virginia Woolf invita a su interlocutor a hacer algo
que parece sencillo, pero que realmente es una de las cosas más difíciles para todo
ser humano: ponerse en el lugar del otro, lo que, en rigor, es comenzar a ser
uno mismo, como lo dijeron -cada uno a su manera- Rimbaud, Machado, Levinas,
Ricoeur, Borges y tantos “otros”.
¿Podrá comprender el destinatario de la carta lo
que ha significado para las hijas de los hombres con educación, haber
contribuido durante siglos a mantener Oxford y Cambridge para que sus hermanos se
formasen allí?
La autora de “Orlando” no se guarda lo que
piensa y siente:
“Y ahora,
sin previo aviso, cuando esas mujeres comenzaban a tener esperanzas de gozar,
no sólo de esa misma educación universitaria, sino también de algunos de sus
complementos –viajes, diversiones, libertad-, llega su carta informándolas de
que la totalidad de la vasta, de la fabulosa suma –sí, ya que tanto, si la
contamos directamente en dinero contante y sonante como si la contamos indirectamente
mediante el justiprecio de las cosas de que nos hemos privado, la suma que
llenaba el Fondo para la Educación de Arthur es realmente vasta-, ha sido
gastada en vano o erróneamente aplicada”.
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Virginia Woolf descorre el velo de una liturgia dentro
del ámbito de la cultura. Liturgia, por cierto, en el viejo sentido del vocablo
que Giorgio Agamben estudió hace poco (“Opus dei”, 2012) y que hoy hace aguas
por todas partes. Al ver que su poder se encuentra en peligro, el “dirigente”
le pide que una su voz a la suya y que, de paso, le añada seis peniques a su
guinea. Virginia responde, fulminante:
“¿No sería
aconsejable que, antes de alquilar una oficina, contratar secretaria, formar un
comité y pedir fondos, considerase por qué razón esas escuelas y universidades
han fracasado?”
Finalmente, no firma el manifiesto que le han
pedido suscriba, pero envía, generosa, tres guineas, sin condiciones.
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Por supuesto, no dejó Virginia Woolf en el aire el
ejemplo de la criada que pelaba papas. Sostuvo que bien podría la misma
explicar a Píndaro, si en ello se le iba la vida.
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