Hoy Julián Marías cumple cien. En los últimos
años lo he leído con frecuencia, sintiendo por momentos que recuperaba a uno de
los mejores maestros de mi bachillerato, aunque nunca lo hubiese visto en mi
vida. Así, he recibido nuevamente sus clases luminosas, como si tuviera en mis
manos aquella historia de la filosofía que me acompañó en los pasillos del
liceo Lisandro Alvarado, junto a otros autores, para entonces, entrañables,
familiares. Con un querido compañero compartía esas lecturas, que, seguramente,
eran notables. No se me olvida que Juampa, estudiante de Ciencias (yo lo era de
Humanidades), llamaba a mi amigo, “Julián Marías”, y a mí, “Salvador de la
Plaza”, enlazando nuestras búsquedas diversas con su amable saludo mañanero. De
algún modo, ese saludo era una crónica.
El nuevo encuentro con Julián Marías me ha
deparado la aproximación a su impecable y
oportuno magisterio cívico. Gracias a su hijo Javier, fui acercándome a una imagen del filósofo mucho
más admirable de lo que ya era para mí. En Tu
rostro mañana se yergue una digna y sufrida figura intelectual, por
encima de los feroces enconos de la época, y de cualquier asomo remoto de
venganza. Por esas páginas de Javier, volví a las del filósofo olvidado y
descubrí las del gran memorialista de Una vida presente.
No voy a repetirme recordando hoy sus
reflexiones “alciónicas” en la España crispada de su tiempo o su formidable y
oportuna reivindicación de Jovellanos. Me he prometido retomar los fragmentos ya
escritos por mí y convertirlos en un ensayo dedicado a esas lecturas, pero eso
será más adelante. Ahora sólo vuelvo a una escena de la infancia en Valladolid,
que subrayé en el primer tomo de Una vida presente y que me parece
hermosa. La copio, para hacerle hoy a Julián Marías la afectuosa reverencia que
merece su memoria:
“Volvíamos
de pasear por la Rubia, en las afueras de la ciudad. Me llevaba en brazos
Filomena, porque estaba cansado. De repente me dijo: ´Ahí vienen unos cerdos´.
Yo sentí viva excitación; había oído hablar de cerdos, pero nunca había visto
ninguno; ahora iba a contemplarlos y ver cómo eran. Le dije a la niñera:
´Cuando lleguen cerca, déjame en el suelo´. Avanzaba en dirección contraria una
pequeña piara. Lo miré con atención un poco reverencial, y cuando llegaron a mi
altura me quité una gorrita que llevaba y les hice un solemne saludo, el
primero de mi vida”.
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