Rafael Caldera
“El país se
había mantenido en franca situación de atraso. Los indicadores sociales revelan
que estábamos lejos de las metas que otras naciones de América Latina, a pesar
de contratiempos y dificultades, habían alcanzado. El atraso era dramático. En
San Felipe, por ejemplo, cuando obtuve en la Escuela Padre Delgado el
certificado de instrucción primaria superior (en 1926), pasé luego un año sin
estudios regulares, porque en todo el Yaracuy, en el Centro de la República,
¡no había un solo instituto de educación secundaria! Y no era simple atraso:
era más bien, retroceso. Porque antes había habido un Colegio Federal, y
después un Colegio Montesinos, que dirigió el Bachiller Trinidad Figueira; pero
como era subsidiado por el Gobierno del Estado, éste consideró más económico y
conveniente dar la misma cantidad en becas para que los pocos que estuvieran en
capacidad de hacerlo, fueran a estudiar al Colegio La Salle de Barquisimeto. El
Colegio Montesinos tuvo que clausurarse. Como mis padres no querían mandarme a
un internado, hicieron un gran esfuerzo para venirnos a Caracas y poder seguir
mi formación. ¡Cuántos tuvieron que quedarse en el Yaracuy y en el resto del
país, sin oportunidad de educarse!”
La cita corresponde al libro Los
causahabientes. De Carabobo a Punto Fijo, una mirada a la historia
política de Venezuela, publicado por Rafael Caldera poco después de concluir su
segunda presidencia).
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Para que los yaracuyanos empezaran a quedarse en
su tierra y pudieran realizar allí sus estudios universitarios, tuvieron que
esperar a que el Dr. Rafael Caldera -a quien corresponden las palabras que
anteceden- creara las casas de estudios superiores con que cuenta el Estado. Si
a ello unimos, valiosas obras de infraestructura, la creación, dotación y
mejora de diversos servicios para la salud, así como el indiscutible hecho de
que se trata de uno de los más ilustres hombres públicos de Venezuela, no sólo
en Yaracuy, sino en todo el país, deberíamos celebrar su centenario, como se
debe: honrando su memoria, que es, además, la de un hombre que abogó por la paz
y el entendimiento entre sus compatriotas.
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Dos imágenes me llegan. Una es la del joven de
diecinueve años que se le acerca a Caracciolo Parra León, su maestro en la
universidad, y le dice: “Doctor, me ha interesado mucho lo que usted me dijo,
pero yo no creo que en el momento actual la cultura venezolana está para
estudiar un aspecto del pensamiento de Andrés Bello; yo creo que vale la pena
trabajar sobre la personalidad, la historia de su vida y su obra”. A la
pregunta de Parra León (“Y usted se atreve”), el joven respondió: “Puedo hacer
la prueba”.
(El breve diálogo lo leí en el libro que Juan
José Caldera escribió sobre sus padres: Rafael y Alicia. Es el relato de un
hijo que sintió el deber de conciencia de dar su testimonio, y de hacerlo con
la mejor de las fidelidades: la del amor. Tiene, además, otra virtud: no
descalifica a nadie a la hora de aclarar algunos hechos. Los describe, y con
rigor documental se apoya en citas que respaldan sus hipótesis. En algunos
casos se las pone difícil a los repetidores de falacias. No es que lo que nos
dice en su libro Juan José Caldera sea irrefutable. Es que después de leerlo,
uno tiene que exigir mejor “bibliografía” y mayor seriedad a los creadores de
ciertas “verdades” sobre Rafael Caldera.
Rafael Tomás Caldera, en el prólogo al libro, da
con la clave de esa virtud del libro de su hermano:
“Una
diferencia en la manera de apreciar algo, derivada quizá de un punto de vista
diferente o del propio protagonismo en la acción, no debe ser confundida con
esos falsos juicios que provienen de un desconocimiento de los hechos. Aquellas
han de respetarse como parte misma de la vida en democracia, estos han de
corregirse en obsequio de la verdad para preservar la justicia”.
Para la gran biografía de Rafael Caldera que
está por escribirse, las páginas de su hijo serán de enorme utilidad: Mi
testimonio, Juan José Caldera, Libros Marcados, Caracas, 2014).
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La otra
imagen me la sugiere un párrafo del brillante libro que resultó de la difícil
prueba. El joven bellista está en la Biblioteca de la Academia de la Lengua,
atareado en el capítulo sobre Bello como fundador del Derecho Internacional en
Iberoamérica. Revisa las páginas de sus Principios de Derecho de Gentes,
publicado en Santiago de Chile, en 1832. Se percata de que a esa primera
edición han seguido varias reimpresiones y de que en la segunda (1864), las
iniciales A. B. del autor han sido sustituidas por el nombre completo, así como
de un cambio en el título: ahora es Principios de Derecho Internacional.
Deja ese tomo de las Obras Completas y busca la primera
edición venezolana del libro que lo ocupa. Mira la fecha (1837) y se asombra de
que sólo cinco años la separen de la chilena. Acaricia el volumen y lee el Aviso de los Editores, en el que se dice
que el interés de la edición se debe no sólo al relevante mérito de la obra,
sino también a “la circunstancia de ser producción de un paisano nuestro a
quien, en demostración del distinguido y particular aprecio que hacemos de sus
luces y talentos, tributamos este pequeño si bien sincero obsequio”. El joven
Caldera anota aparte el nombre del editor: Valentín Espinal. Muchos años
después (1999) lo pondrá al lado de Fermín Toro y Pedro Gual. Ahora deja el
libro, sintiendo que, por encima de las querellas, la Venezuela de las luces
quedó encendida en unas letras.
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