Octavio Paz. Gran Bretaña. 1970
Aprendí a leer la poesía
contemporánea en los libros de Octavio Paz. Un día abrí Corriente Alterna y
descubrí un camino. No he cerrado ese libro todavía. Pero lo admirable es que
la ruta vital encontrada en esas páginas, permanece abierta y, sobre todo, que
continúe encendida.
Paz hablaría después de la
“casa de la presencia”. Sus libros son esa casa iluminada, en la que el diálogo
con todos es siempre posibilidad infinita. Porque si hay un rasgo que sobresale
en él, es su vocación ilustrada, lo que algunos llaman “universalidad” y que no
se expresa en un decorado “cosmopolita”, sino en una insaciable comprensión
creadora.
Paz leyó hacia todos los puntos
cardinales (que en realidad son cinco: México en el centro), recreando lo leído
con la pasión de su inteligencia desafiante. Deletreó y lo deletrearon. Encarnó
una tendencia de la modernidad que cruza Oriente y Occidente, que se vuelve
anacrónica y extraterritorial, que se aclimata en Dante, reaparece en el siglo
de oro español, se pierde en las neblinas del romanticismo alemán, es hija del
limo cantado por Nerval, aflora con los surrealistas en tiempos de
entreguerras, se va a las catacumbas, y en Hispanoamérica empieza por llamarse
Darío, luego Borges y definitivamente y con honores, Octavio Paz.
Los modernistas brasileños hablaron
de “antropogafia cultural” para referirse a esa tendencia tentacular de
nuestros verdaderos fundadores. Creo que Paz es su mayor ejemplo. La cultura
(ningún tema le fue ajeno), como una integración de emociones, vivencias y
pensamiento, y también, como una vía para el diálogo, lo definió enteramente.
Como en su Laberinto de la soledad: primero, un diálogo con su país y
consigo mismo, y al final, un diálogo con el mundo, con los desterrados hijos
de Eva que somos, por fin, contemporáneos de todos los hombres.
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