Cinco de la mañana y unas líneas de Ortega sobre
la elegancia. Hace poco, en un breve artículo acerca de un amigo, hice uso del
término en su sentido orteguiano: la elegancia como ética, no como etiqueta.
Para apoyarme, cité a Guillermo Sucre, quien, en un breve y estupendo ensayo de
los años noventa, nos dijo que el alma era el lugar de la elegancia, y que, si
bien ésta puede avenirse con la inteligencia, jamás se asociará a la exhibición
de “virtuosismos” o de “astucias”. Recordó al santo patrón de los ensayistas,
para decirnos que la bondad y la piedad están por encima de “ideas” o de “ocurrencias”.
Ahora mismo tengo a mi vista un texto de Montaigne en el que, hablando de la
presunción, declara su inclinación por el sosiego de las opiniones y
costumbres, antes que por la vivacidad del ingenio o por la "brillantez" de alguna acción.
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Ortega leyó la palabra y encontró esto:
“En el
latín más antiguo, el acto de elegir se decía elegancia como de instar se dice
instancia. Recuérdese que el latino no pronunciaría elegir sino eleguir. Por
lo demás, la forma más antigua no fue eligo
sino elego, que dejó el participio
presente elegans. Entiéndase el
vocablo en todo su activo vigor verbal; el elegante es el «eligente», una de
cuyas especies se nos manifiesta en el «inteligente». Conviene retrotraer
aquella palabra a su sentido prócer que es el originario. Entonces tendremos
que no siendo la famosa Ética sino el arte de elegir bien nuestras acciones
eso, precisamente eso, es la Elegancia. Ética y Elegancia son sinónimos”.
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El anotador vuelve a Montaigne y recuerda que no
basta con analizar las virtudes (la elegancia incluida) ni estar enterados de
su origen. Es necesario amarlas.
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