lunes, 27 de octubre de 2014

De políticos y escritores


Azaña. A su derecha, Herriot, en el centro.
En el grupo, Gregorio Marañón, Luis de Zulueta,
Fernando de los Ríos y Salvador de Madariaga, entre otros.
Toledo, octubre de 1932.

Viene de ver un hermoso poniente en la carretera de Colmenar, donde sintió “frío y un poco de tristeza”. Ahora está en su despacho del ministerio. Se asoma a la ventana y piensa en que el cuarto de hora de lucidez no va a llegar todavía. ¿Será que yo mismo lo retraso?, se pregunta. Toma la pluma y escribe en su diario: 

Me extravía mi formación de artista y mi sensibilidad por lo histórico; y temo que he transportado la acción política al ángulo inmensurable de los valores estéticos (…) Otras veces la repulsión es tanta, que siento náuseas e impulsos de fuga. Resulta que procedo en mis movimientos interiores, como si me sorprendiera mucho que la política esté apestada de necedades y miserias, de vanidades, de torpes intenciones; y mi enojo parece pretender que se realizase una política sin tales bajezas 

Es el día de Navidad de 1932. Manuel Azaña confiesa que tiene miedo de perder su libertad interior.
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Dos meses antes había sido visitado por el biógrafo de Beethoven que preside el Consejo de Ministros de Francia. Nada registró de esa visita,  que consideró inoportuna, y que Madariaga, un tanto a su aire, armó en Ginebra. Pero la omisión no se debe a disgusto alguno. Simplemente, Azaña había interrumpido la escritura de su diario esos días.  

Es una lástima que durante el (des)encuentro de los dos políticos no haya habido el cuarto de hora de lucidez para el encuentro de los dos intelectuales. Bueno, eso es lo que presumo, al no leer en entradas posteriores la más mínima alusión a una empatía.
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Retorno a Picón Salas, de donde partió este recuerdo: 

El verdadero hombre normal, de cuerpo y psique equilibrados, es político como cumpliendo un servicio y sin aspirar a la fórmula única y excluyente de la felicidad humana. Puede salir de su discurso en la Cámara a escuchar un concierto y continuar escribiendo una biografía de Beethoven, como hacía Herriot

(Regreso de tres mundos)
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Y pensar que muchos “príncipes”, de antes y de ahora, son menos confiables que el caballo de Calígula.
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Comienza la semana. Cielo arrumazado. 

Unas palabras de Garcés, personaje de Manuel Azaña, que parece apropiado recordarlas, hoy y aquí: 

Ninguna política puede fundarse en la decisión de exterminar al adversario. Es locura, y en todo caso irrealizable. No hablo de su ilicitud, porque en tal estado de frenesí nadie admite una calificación moral. Millares de personas pueden perecer, pero no el sentimiento que las anima. Me dirán que exterminados cuantos sienten de cierta manera, tal sentimiento desaparecerá, no habiendo más personas para llevarlo. Pero el aniquilamiento es imposible y el hecho mismo de acometerlo propala lo que se pretende desarraigar. La compasión por las víctimas, el furor, la venganza, favorecen el contagio en almas nuevas. El sacrificio cruel suscita una emulación simpática que puede no ser puramente vengativa y de desquite, sino elevada, noble. La persecución produce vértigo, atrae como el abismo. El riesgo es tentador. Mucho puede el terror, pero su falla consiste en que él mismo ‘engendra la fuerza que lo aniquile, y al oprimirla multiplica’ su poder expansivo. 

Lo escribió Azaña en el 37. Están en ese libro imprescindible para la historia española de este siglo que es La velada en Benicarló.

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