Alfonso Reyes
Seis de la mañana. Oigo trinos. Cuchi bajó a
caminar. Bebo café y ya en la sala abro un libro.
Es el primer tomo de los diarios de Alfonso
Reyes, quien está en París. El miércoles 18 de noviembre de 1924 hace una
anotación muy breve. Sólo dice que hoy “hace dos años que murió Marcel Proust”
y que (he aquí lo bueno) él, Reyes, ese día ha comenzado a habitar “exactamente
en la misma casa en que murió Proust”. Da
la dirección: 44 rue Hamelin. Para el día siguiente, como era previsible, ya
Reyes se ha hecho amigo del conserje del edificio y lo ha interrogado acerca de
la vida de Proust. La entrada correspondiente a ese día (19 de noviembre) es un
tesoro que el escritor aprovecharía poco tiempo después para escribir un
ensayito divino que tituló La última
morada de Proust. La anotación del diario es una precisa tanscripción de
cuanto le referió el conserje.
Cuando los diarios de Reyes comenzaron al fin a
publicarse (1969), sus lectores descubrieron que la prosa maravillosa del autor
no estaba del todo presente en esas páginas,
y que éstas eran, sobre todo, el
registro puntual, casi telegráfico, de sus días. En pocas palabras: un diario
llevado no para ser leído como obra literaria, sino para ayudar al autor a
recordar y registrar momentos, observaciones y noticias que consideraba
importantes para su trabajo diplomático, sus investigaciones, y para la
ecritura de su obra.
A veces sucedia algo notable y, por supuesto,
allí se esmeraba el diarista en no perder detalles, pensando en el uso futuro
de esos datos. Justamente, la anotación de su charla con el conserje
“proustiano” fue el primer borrador del breve ensayo que mencionamos y que
Reyes incluyó en su libro Grata compañía.
En la edición anotada de este primer tomo, el
editor Alfonso Rangel Guerra lo dice expresamente y añade una información que
confirma la previsión escritural de Reyes: en el cuaderno, sobre la entrada de
ese día el diarista escribió “con letra grande, subrayada, en diagonal: “usado
ya” y “ya”. Sin duda, Reyes en el una fuente de información para sus ensayos y
también, en ocasiones, un archivo de borradores o de algún amago ensayístico
olvidado.
Leamos la entrada:
“París, miércoles 19 de noviembre 1924.
El conserje me cuenta que M. Proust vivió aquí,
en el quinto piso, los tres últimos años de su vida. Trabajaba en un cuarto
interior, forrado de corcho, donde sólo él entraba; había rogado al inquilino
del sexto que no hiciera ningún ruido; dormía de día y trabajaba de noche. Una
que otra noche también salía. Era popular en el barrio y en la vecindad.
Caritativo con los del sexto piso –la gente humilde de la casa-. De pocas
palabras. Muy amable. La portera lloró al recordarlo. Solía venía a verlo el
señor Fernández (don Ramón), un petit.
Tiene un hermano, cirujano, en 2 avenue Hoche, y la hija de éste, Mlle. Proust,
también escribe. El conserje subió a verlo dos minutos después de su muerte y
estaba aún como vivo. La noche anterior, dijo a la señora Albaret, la que lo
cuidaba: ‘Hoy he escrito la última línea de mi libro. Demain, je ne serai plus’. El piso en que vivió está ya todo
cambiado, porque, con no poder entrar nadie en su cuarto, estaba muy sucio, y
hubo que reformarlo todo para volverlo a alquilar. Tuvo un secretario que era
aficionado a pintar, que un año o medio año antes de la muerte de Proust partió
para México, donde aún debe de estar, habiendo dejado en manos del conserje un
gabán que no se acordó de pasar a recoger.
Estaba la entrada de la casa llena de flores
hasta la calle, el día de la muerte de Proust”.
--
Alfonso Reyes convirtió cuatro años después esa
anotación del diario en un breve y hermoso ensayo que publicó por vez primera
en la revista Valoraciones de La
Plata, en la que, por cierto, colaboraba su amigo Pedro Henríquez Ureña,
profesor en la famosa universidad de la ciudad geométrica. ¿Cómo escribió Reyes
la información del conserje acerca de la suciedad del cuarto de Proust? Leamos:
“.Proust
trabajaba en el quinto piso, en un cuartito interior, forrado de corcho, donde
no pudo entrar, durante tres años, la mano profana del aseo”
El prodigioso Reyes ya lo ha dicho y exaltado
todo con el hermoso pliegue de la última frase. Pero eso no es todo. Añade:
“Porque el microbio es el condimento esencial de
cierta cocina”.
Tras ese giro magistral, se refiere al temor
proustiano por la bulla. Dice:
“El ruido sobresaltaba a Proust, como a
Lamartine, como a Flaubert, como a Juan Ramón. Una interrupción en el proceso
de escribir podía causarle un colapso, como la interrupción de un proceso
fisiológico elemental. Gómez de la Serna dice que, en el estilo de Proust, se
oye hasta el zumbido de la mosca que anda por el cuarto”.
Esa mosca (que no estaba en el borrador) será la
marca del texto de Reyes. Después de darle el crédito debido al conserje, de
quien aprovechó toda la información, y cuya opinión supuso importante para
Proust (éste solía hacer caso “de lo que hablaban los criados”), el ensayista
vuelve a la mosca y concluye su escrito con una ociosa y delicada maravilla que
me deleito en copiar como cierre de esta nota:
“… Y me concentro para oír el zumbido de la
mosca de Proust: la mosca viciosa del escritor, la mosca reacia, que se abreva
en tinta de escribir, a cada reposo de la mano”.
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