domingo, 6 de noviembre de 2016

Agua de borrajas



Waterhouse: Lady Shalott, la dama del lago, ícono de la Tate

Cuatro de la mañana y domingo. Aclaro de una vez que con el “agua de borrajas” no me refiero a ningún hecho político de mi país o a algo que esté sucediendo o por suceder en el Museo Alejandro Otero. No. Dejo para otra ocasión ese campo minado de susceptibilidades. Si bien acá se hablará de un jesuita, su presencia es directa y no vicaria, como en otros espacios de la actualidad.

Ocurre que mi primera lectura de la mañana fue una carta de Gerard Manley Hopkins, en la que éste lamenta que su amigo Bridges (su futuro editor póstumo) no haya vuelto a leer el Deutschland. El jesuita confiesa que se trata de un poema deliberadamente oscuro, “pues a la verdad no tenía demasiadas ganas de que el significado de todo ello fuese absolutamente claro” o “inequívoco, por lo menos”. Sin embargo –y he aquí lo que podríamos considerar el esbozo de una poética de la lectura-, le añade estas palabras para alivio de todos:

“…sin el esfuerzo que pareciera haber requerido su desciframiento, haberlo leído empero de tal modo que los versos y las estrofas permanecieran en la memoria, y las impresiones superficiales se hubieran profundizado, y algunas te habrían gustado sin que tuvieras que agotarlas todas. ¡Toma! si a veces uno goza y admira los mismos versos que no puede entender…”

Lo mismo cupo para el poema Eurídice, cuya única copia Hopkins le remitió con la carta, advirtiéndole:

No escribas sobre ello con agua de borrajas; en seguida te diré lo que es eso, y hasta entonces perdona el uso del término”.
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Prometerse un “estudio” de algo que está por “descifrarse”, sin antes sentir una emoción verdadera o el gusto por su forma o su sonido, no suele deparar más que “agua de borrajas”. Acercarse con curiosidad y entrega, en cambio, nos permite el goce de oírla correr, cristalina, por la página. Tal vez no nos deje nada más que una palabra rara. Y es bastante.

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