Sevilla, en los tiempos de Cervantes
Cinco de la mañana. Una
palabra me ha llevado hasta Sevilla. Aprovecho y saludo a mi querido amigo
Miguel Veyrat, quien ya debe haber retornado de la Plaza del Pan, después de su habitual desayuno en el Europa. Todo vino por un libro en el que
encontré este párrafo ducal (ya se verá por qué es ducal) que me hace ser
vicariamente un jándalo (esa es la palabra). Lo soy por mi amigo y por autores, también adorables,
que han sido gustosamente jándalos. Copio:
Se asombraba Lope de Vega de ver cómo se arañan y desgreñan
las Musas Castellanas con las Andaluzas. Tan lamentable espectáculo no ha
dejado aún, por desgracia, de representarse. Yo mismo he sido testigo
principalísimo, en fecha reciente y con ocasión de un certamen de nombradía, de
los ataques norteños a un poeta andaluz, cuya obra es de una belleza
independiente, inesquivablemente ejemplar. Hay, sin embargo, casos muy señalados
y venturosos de santanderinos, en quienes llegó a arraigar un hondo amor, con
obras que son frutos, por Andalucía y, sobre todo, por Sevilla. Es para mí una
pretensión honrosa alistarme modestamente, aunque sin mezcla alguna de
mediocridad, en esa falange literaria de los jándalos de corazón.
Aunque la palabra
palabra “falange” me haga momentáneo ruido, la otra (“jándalo”) lo borra por
completo. Además, Jesús Aguirre, Duque de Alba (de él se trata), va a citar de
inmediato los versos de un santanderino, que también era músico:
LUZ DE SEVILLA
Ciudad donde nació y vive
mi otro yo; mi yo de enfrente,
que de tanto vivirla,
no envejece.
(Gerardo Diego, El
jándalo).
Así que inicio este
noviembre por sevillanas literarias, bajo el cielo arrumazado de Barquisimeto.
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