vieron –ni han tenido aún- mayor difusión fuera
de Chile.
Transcurridos
casi veintitrés años de su muerte seguimos privándonos de una las escrituras más
brillantes del ensayo latinoamericano de todos los tiempos. Sus paisanos han
correspondido a su memoria reeditando dichos libros y reuniendo en volúmenes
antológicos buena parte de los numerosos textos que destinó a periódicos y
revistas. A pesar de ese reciente rescate, su nombre todavía nos resulta poco
familiar.
Se llamó Martín Cerda. Nació en Antofagasta en 1930 y murió en agosto de 1991, en Santiago de Chile, después de sufrir un derrame cerebral, un infarto y el incendio de su biblioteca, todo esto en orden cronológicamente inverso.
Se llamó Martín Cerda. Nació en Antofagasta en 1930 y murió en agosto de 1991, en Santiago de Chile, después de sufrir un derrame cerebral, un infarto y el incendio de su biblioteca, todo esto en orden cronológicamente inverso.
El inicio de la tragedia no sólo arrasó con sus libros. Redujo a cenizas largos años de trabajo contenido en notas, fichas y manuscritos. Allí estaban, entre otros, su libro sobre Montaigne y una historia del ensayo, de seguro joyas reflexivas de un género que Cerda estudió, escribió y vivió con fascinación y gusto.
Guillermo Sucre, su gran amigo venezolano, en un hermoso artículo publicado después de la muerte de Cerda, se refiere al borrador de una carta que éste intentó escribirle poco antes de ser operado, y cita de ella este párrafo conmovedor:
“Originales quemados, libros perdidos, la
vida amenazada desde fuera y desde dentro. Sólo quisiera un poco de tiempo para
justificar esa sombra que es, después de todo, la escritura, o sus ruinas”.
Transcrito lo anterior, no me es dable omitir el justo comentario de Sucre:
“Ninguna queja, ninguna palabra fuera de tono: lo que esperaba era `un poco de tiempo` para cumplir con su oficio de escritor. Admirable, sin patetismos”
Esto viene a cuento porque buscando hoy una reflexión sobre el lenguaje de los políticos (de ciertos políticos, en verdad), fui en busca de Ortega, pero antes de encontrarlo, me acordé de uno de los más lúcidos lectores que tuvo el filósofo español en América Latina. De inmediato bajé Escombros, colección de artículos de Martín Cerda, publicada en el 2008, con prólogo de Alfonso Calderón y me quedé en sus páginas.
Nuevamente percibí la fiesta de la letra irónica y del “humor crudelísimo”, que dijo Pablo Oyarzún…
¡Ah! en
una página hallé lo que buscaba. Lo comparto:
“Alguna vez, atravesando la gran sabana
venezolana, escuché el sabio consejo de un viejo llanero. `El que tiene rabo
e`paja`, decía, `no se arrime a la candela`. Este veraz decir de un campesino
anónimo hunde sus raíces en un estrato más profundo de la realidad humana que
la mayor de las jergas políticas. Algunas de éstas pretenden, con más calor que
inteligencia, iluminar el curso posible de la vida, pero, a la postre, sólo
terminan incendiando los pilotes de su propia plataforma. La mayor grosería
intelectual de los políticos ha consistido, en todas partes, en pretender
decidir la suerte de una sociedad en nombre de dios, de la historia o del
pueblo, pero, cuando el general empobrecimiento está a la vista de todos, no
hay un pueblo que los sostenga, ni una historia que los justifique, ni un dios que los perdone. ´Desgraciados aquellos`, sentenciaba
Rivarol, `que remueven el fondo de una nación´”.
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P.D: Admiradores
de Montaigne, Benjamin y Barthes, acérquense cuando puedan a Martin Cerda.
Menciono sus libros: La palabra quebrada. Ensayo sobre el ensayo,
1982; Escritorio, 1987; Ideas sobre el ensayo, 1993; Palabras
sobre palabras, 1997; Escombros, 2008.
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