Dionisíacas
“La tarde será larga y sin hastío. / Mañana
leeremos a Gustavo / Adolfo que comprende el mundo/ como el verso final de la
Comedia…”
Es Dionisio Ridruejo en los Cuadernos de Madison. En
sus versos encuentro la plenitud del acento humano que les atribuyó nada menos
que Marià Manent. También, el sereno discurrir de una mirada.
Ridruejo está preparando una clase sobre Bécquer
para el seminario que imparte en la Universidad de Wisconsin y se ha detenido a
describir en su poema la monacal habitación donde se encuentra. Mira una
mellada estantería, que es “vasar de manzanas” y oye crujir la mecedora, “mientras Manrique, tras el rayo iluso,/ vaga
orillas del Duero”.
El poeta de Soria piensa que la austeridad le va,
pero añora, sin embargo, su vieja “costumbre sensual y decorada”. Disfruta del
ocio, del inmenso regalo que es “el tiempo a sobras”, y recuerda una antigua
enseñanza del colegio: los soñaderos, esos espacios del salón en los que se encontraba
albergue para la fantasía y la pereza.
Revisa las notas y encuentra “todo en orden/ y
por su orden”. De pronto, suena el teléfono negro y "de su abismo/ brota entera
una voz”.
Afuera ya es de noche.
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Hoy, para mí, también “la tarde será larga y sin hastío”. Seguiré leyendo a Ridruejo, que ya anda por Austin y lleva otro cuaderno. Dice que le han recetado pasear.
Por eso, ahí va, solo, “hasta la frontera de la
noche”.
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Ridruejo y Benet viajaron juntos una vez por
tierras castellanas. Visitaron un castillo que durante la guerra fue usado como
cárcel de republicanos. Cuenta Benet que en el castillo los atendió un hombre
que había sido, precisamente, uno de esos presos. Después de entrar en
confianza les refirió que todas las noches, antes de la cena, los sacaban al
patio y los obligaban a cantar el Cara
al Sol, lo que hacían sin ganas, y en bajísimo tono, al punto de que apenas
se les oía un murmullo. Sin embargo, cuando llegaban a un determinado verso del
himno, todo cambiaba. Se tornaban alegres y el canto les brotaba vibrante y
encendido. El asunto preocupó al director de la cárcel, quien lo consultó con
el capellán. Éste le dio una respuesta relancina, diciéndole que el espíritu
falangista de José Antonio ya había penetrado en el alma de los rojos.
¿Qué verso era ese? preguntó Benet. “Volverán banderas victoriosas”, musitó
el vigilante. Al oír su respuesta, una sonrisa de íntima satisfacción pobló el
rostro de Ridruejo. Y es que, como algunos saben, él es el autor de ese verso,
y del siguiente: “Al paso alegre de la
paz”.
Conjetura Benet que en ese instante su amigo
Dionisio entrevió la “félix culpa” de un pecado juvenil y mitigó su pena, al
saber que de todo el himno de la Falange, sólo sus versos habían tenido la
aceptación de los vencidos, quienes, además, los cantaban como arma irrefutable contra los fascistas. En
esas líneas cifraban su esperanza.
En el castillo de Cuéllar la secreta rebeldía de
unos presos republicanos, sin saberlo, le tributó a Dionisio Ridruejo la
justicia poética que merecía su dignidad.
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Vetos
Vetos
He buscado sin éxito un viejo artículo que
escribí sobre Ridruejo en los 80. Fue publicado en El Impulso. No creo que valga mucho, pero quizá me permita retomar
una reflexión acerca de una “rara avis”: los políticos que, como Ridruejo, son
también intelectuales y poetas. En el caso del soriano se dio, además, una
circunstancia singular: en un país cruentamente dividido, comenzó en un bando y
evolucionó (subrayo este vocablo) hacia el otro, con una honestidad infrecuente
en ese oficio. Sobrellevó cuarentenas decretadas por los envidiosos de uno y
otro lado y supo mantener intacta su conciencia cívica. Por eso, llegó a ser
factor de unidad en los últimos años del franquismo.
Sí, no he conseguido el artículo, pero me he
topado con algo muchísimo mejor. Me refiero a una página marcada en un libro de
Ridruejo: Escrito en España. En ella alude al poder que ejercen “la
envidia, el resentimiento y la pequeñez” para ningunear valores y enaltecer
mediocres. En las líneas que de seguidas copio, Ridruejo lo dice con tres
ejemplos admirables:
“Todavía
hace poco tiempo –para no ir muy lejos- un grupo de jóvenes españoles de
inclinación progresista ‘descubría’ con sorpresa, hablando conmigo, que don
Manuel Azaña había escrito algunos libros de excelente literatura. Nombres como
los de Sanz del Río o Giner –y no digamos otros más directamente relacionados
con la política- no son conocidos más que por las referencias que puede haber
dado en ellos algún refutador”.
Eso pasa con los vetos. Privamos a otros de
conocer a quienes tienen mucho que decirnos, sobre todo, cuando los discursos
“oficiales” de uno y otro signo parecen agotados. Lastimosamente, los
interdictos casi siempre logran imponerse. Pero la historia sigue. Y como dijo
Pere Gimferrer, algo hay que no pueden hacer los filisteos: escribir poesía.
Algunos, apartados, la escriben y dejan su lucidez como legado.
Leamos al poeta Ridruejo, en el final del
prólogo a su Escrito en España, en mayo del 61:
“El que,
desdeñando mi palabra, quiera buscar móviles secundarios y privados en mi
conducta, se equivoca o me calumnia. Y ello no es cosa mía (….).
Sin la
menor causa de resentimiento, sin la menor codicia de poder o de brillo, he
vuelto a la actividad que, a mi juicio, me viene exigida por mi simple
conciencia de ciudadano solidario. Y esto es todo”.
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