viernes, 21 de noviembre de 2014

Poeta y político (dionisíacas y vetos)


Dionisíacas
“La tarde será larga y sin hastío. / Mañana leeremos a Gustavo / Adolfo que comprende el mundo/ como el verso final de la Comedia…”

Es Dionisio Ridruejo en los Cuadernos de Madison. En sus versos encuentro la plenitud del acento humano que les atribuyó nada menos que Marià Manent. También, el sereno discurrir de una mirada. 
 

Ridruejo está preparando una clase sobre Bécquer para el seminario que imparte en la Universidad de Wisconsin y se ha detenido a describir en su poema la monacal habitación donde se encuentra. Mira una mellada estantería, que es “vasar de manzanas” y oye crujir la mecedora, “mientras Manrique, tras el rayo iluso,/ vaga orillas del Duero”.  



El poeta de Soria piensa que la austeridad le va, pero añora, sin embargo, su vieja “costumbre sensual y decorada”. Disfruta del ocio, del inmenso regalo que es “el tiempo a sobras”, y recuerda una antigua enseñanza del colegio: los soñaderos, esos espacios del salón en los que se encontraba albergue para la fantasía y la pereza.  
 
Revisa las notas y encuentra “todo en orden/ y por su orden”. De pronto, suena el teléfono negro y "de su abismo/ brota entera una voz”.  
 
Afuera ya es de noche.
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Hoy, para mí, también “la tarde será larga y sin hastío”. Seguiré leyendo a Ridruejo, que ya anda por Austin y lleva otro cuaderno. Dice que le han recetado pasear.  
 
Por eso, ahí va, solo, “hasta la frontera de la noche”.
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Ridruejo y Benet viajaron juntos una vez por tierras castellanas. Visitaron un castillo que durante la guerra fue usado como cárcel de republicanos. Cuenta Benet que en el castillo los atendió un hombre que había sido, precisamente, uno de esos presos. Después de entrar en confianza les refirió que todas las noches, antes de la cena, los sacaban al patio  y los obligaban a cantar el Cara al Sol, lo que hacían sin ganas, y en bajísimo tono, al punto de que apenas se les oía un murmullo. Sin embargo, cuando llegaban a un determinado verso del himno, todo cambiaba. Se tornaban alegres y el canto les brotaba vibrante y encendido. El asunto preocupó al director de la cárcel, quien lo consultó con el capellán. Éste le dio una respuesta relancina, diciéndole que el espíritu falangista de José Antonio ya había penetrado en el alma de los rojos.  
 
¿Qué verso era ese? preguntó Benet. “Volverán banderas victoriosas”, musitó el vigilante. Al oír su respuesta, una sonrisa de íntima satisfacción pobló el rostro de Ridruejo. Y es que, como algunos saben, él es el autor de ese verso, y del siguiente: “Al paso alegre de la paz”.  
 
Conjetura Benet que en ese instante su amigo Dionisio entrevió la “félix culpa” de un pecado juvenil y mitigó su pena, al saber que de todo el himno de la Falange, sólo sus versos habían tenido la aceptación de los vencidos, quienes, además, los cantaban  como arma irrefutable contra los fascistas. En esas líneas cifraban su esperanza.
 
En el castillo de Cuéllar la secreta rebeldía de unos presos republicanos, sin saberlo, le tributó a Dionisio Ridruejo la justicia poética que merecía su dignidad.
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Vetos
He buscado sin éxito un viejo artículo que escribí sobre Ridruejo en los 80. Fue publicado en El Impulso. No creo que valga mucho, pero quizá me permita retomar una reflexión acerca de una “rara avis”: los políticos que, como Ridruejo, son también intelectuales y poetas. En el caso del soriano se dio, además, una circunstancia singular: en un país cruentamente dividido, comenzó en un bando y evolucionó (subrayo este vocablo) hacia el otro, con una honestidad infrecuente en ese oficio. Sobrellevó cuarentenas decretadas por los envidiosos de uno y otro lado y supo mantener intacta su conciencia cívica. Por eso, llegó a ser factor de unidad en los últimos años del franquismo.  
 
Sí, no he conseguido el artículo, pero me he topado con algo muchísimo mejor. Me refiero a una página marcada en un libro de Ridruejo: Escrito en España. En ella alude al poder que ejercen “la envidia, el resentimiento y la pequeñez” para ningunear valores y enaltecer mediocres. En las líneas que de seguidas copio, Ridruejo lo dice con tres ejemplos admirables: 
 
Todavía hace poco tiempo –para no ir muy lejos- un grupo de jóvenes españoles de inclinación progresista ‘descubría’ con sorpresa, hablando conmigo, que don Manuel Azaña había escrito algunos libros de excelente literatura. Nombres como los de Sanz del Río o Giner –y no digamos otros más directamente relacionados con la política- no son conocidos más que por las referencias que puede haber dado en ellos algún refutador”. 
 
Eso pasa con los vetos. Privamos a otros de conocer a quienes tienen mucho que decirnos, sobre todo, cuando los discursos “oficiales” de uno y otro signo parecen agotados. Lastimosamente, los interdictos casi siempre logran imponerse. Pero la historia sigue. Y como dijo Pere Gimferrer, algo hay que no pueden hacer los filisteos: escribir poesía. Algunos, apartados, la escriben y dejan su lucidez como legado.  
 
Leamos al poeta Ridruejo, en el final del prólogo a su Escrito en España, en mayo del 61: 
 
El que, desdeñando mi palabra, quiera buscar móviles secundarios y privados en mi conducta, se equivoca o me calumnia. Y ello no es cosa mía (….).
 
Sin la menor causa de resentimiento, sin la menor codicia de poder o de brillo, he vuelto a la actividad que, a mi juicio, me viene exigida por mi simple conciencia de ciudadano solidario. Y esto es todo”.














 

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