Seis de la mañana. Me asomo al balcón. Parece
que llovió. En la página, el escritor se asoma a la ventana que da a la calle.
La ve “pesada y pomposa”. Mira las tiendas con sus luces siempre encendidas y
las fachadas de las casas con emblemas heráldicos. Se da cuenta de que todo el
barrio donde vive es así. Las ventanas entreabiertas dejan ver “un mobiliario
de segunda mano de una clase media en bancarrota”. Es otoño en Berlín. El
escritor se ve a sí mismo como una cámara fotográfica:
Yo soy
como una cámara con el obturador abierto, pasiva, minuciosa, incapaz de pensar.
Capto la imagen del hombre que se afeita en la ventana de enfrente y la de la
mujer en kimono, lavándose la cabeza. Habría que revelarlas algún día, fijarlas
cuidadosamente en el papel.
Creo que el diario del escritor, que es su
novela, es como un revelado instantáneo. Sin duda, acabo de ver a un hombre
rasurándose y a una mujer en kimono, en sus ventanas indiscretas, absolutamente
revelados.
Recuerdo al mismo escritor, en otro diario, en
el parque de una ciudad muy lejana, haciendo lo mismo: tratando de absorberlo
todo con la vista. Está en La Guaira, sólo por unas horas, el 24 de septiembre
de 1947. Su amigo también toma fotos, pero con una cámara. El escritor no la
necesita, ya lo sabemos. Él es la cámara. Caskey, el amigo, intenta captar a
una vieja negra que, periódico en mano, estudia los números premiados en la
lotería, a ver si encuentra el suyo. La mujer no se digna mirar la cámara y
hace que ignora la presencia del fotógrafo, pero cada vez que éste la enfoca,
ella se mueve o se aleja. Entre tanto, el diarista mira y la atrapa a la vieja
negra en su cuaderno. Acabo de verla, pícara, riéndose por dentro.
Al escritor le llaman la atención unos afiches
que tapizan el muro, al fondo del parque. Al acercarse, se entera de que hay
campaña electoral en Venezuela. Mira los retratos del candidato y se alegra de
que pueda ser presidente. Es el célebre novelista Rómulo Gallegos, quien le
parece muy apuesto y así lo pone en el dario. Añade:
Me
gustaría que todos los candidatos presidenciales fuesen novelistas. Sólo con
leer sus libros se podría saber muchas cosas sobre ellos de antemano.
El diarista, Christopher Isherwood, y su amigo,
toman ahora un autobús y se van para Macuto.
--
Vuelvo a las páginas de Adiós a Berlín. El escritor
sigue mirando la calle. Sabe que en la noche, a los ocho en punto, cerrarán las
tiendas y que en el hotel de la esquina empezarán los silbidos que tanto lo
inquietan, aunque esté seguro de que no van dirigidos a él.
Me agrada saber que esta traducción al
castellano de Adiós a Berlín la hizo el poeta Jaime Gil de Biedma, de quien
recuerdo, por cierto, aquel magnífico poema sobre Lili Marlen y su guante negro
para decir adiós.
--
(La referencia a Rómulo Gallegos está en El
cóndor y las vacas. Diario de un viaje por Sudamérica, que Christopher
Isherwood apreciaba como uno de sus mejores libros).
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