Ortega y Gasset y Domingo Ortega, toreando al alimón
Cada vez es menos frecuente encontrar opiniones
personales, en el sentido que los griegos daban al vocablo “filodoxia”. Al
parecer, ya pasó el tiempo de los intelectuales que orientaban con su voz. De
ellos se esperaba alguna iluminación ante las confusiones o cierta guía frente
a las incertidumbres. Ejercían lo que el argentino Francisco Romero, hablando
de Ortega, llamó la “jefatura espiritual”. La de Ortega, por cierto, fue tal,
que Baroja llegó a decir con su sangrante sorna que “lo que tenía que decirnos
Ortega, por fin, es si Dios existía o no”.
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Los intelectuales tenían la virtud de encarnar una
opinión personal. Algunos, incluso, llegaron a pagar con su vida o con el
destierro físico o moral, ese compromiso. Hoy, quienes opinan, si algo
encarnan, encarnan una opinión masiva, un producto, no un criterio propio. Esta
pérdida de identidad entre persona física y opinión, ha traído consigo la
ausencia de responsabilidad en el opinante.
Una especie de grotesca “fuenteovejuna mediática”
sustituyó la “palabra de honor” de los individuos. Pero algo más grave ocurrió:
ya ni siquiera en los medios se opina con palabras. Se opina con imágenes. Es
lo que Rafael Argullol ha llamado “democracia iconomentaria”, como sustituta de
la “democracia parlamentaria”. En esa suplantación –es lógico inferirlo-
desapareció la responsabilidad. Claro, las palabras comprometían, porque se
daban (se daba la palabra). Las imágenes no se dan. Mejor dicho, uno no se da
con ellas. Al parecer, sólo nos entregamos con la palabra o el silencio. Con lo
otro (o en lo otro), sólo posamos o fingimos.
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