Ali, en 1962
(a Luisana Castillo)
Seis de la mañana. Cuchi me da la triste
noticia: murió Muhammad Ali, un símbolo de la conciencia moral de nuestro
tiempo.
Lo declaré mi ídolo desde 1964, tras un fingido
rechazo inicial a sus desplantes verbales (en realidad me gustaban). Ese falso
rechazo me llevó a apostar en su contra la víspera de la primera pelea con
Sonny Liston. Por fortuna, perdí la apuesta -yo ligaba a perder-, porque Alí
(aún se llamaba Clay) ganó y la pagué con gusto a Aquiles Cordero, quien se
ufanó largamente de su acierto. Desde ese día olvidé la simulada distancia con
sus alardes, de los cuales me torné en abierto defensor, frente a la manida
acusación de “bocazas” con que los comentaristas deportivos rotulaban al más
insigne aguafiestas del boxeo mundial. Lo otro: su inmensa calidad como atleta
y su presencia coreográfica en el ring, no necesitaban defensa. Eran (y son) un
asombro unánime.
A esas razones se agregó una de carácter
distinto: la civil apostura de su voz ante el poder militar de su país. Esa voz
estuvo acompañada de una conducta: la renuencia insobornable a participar en la
guerra de Vietnam. Poniendo en gravísimo riesgo su futuro como deportista, y
sacrificando su corona mundial, Muhammad Ali se mantuvo firme en la objeción de
conciencia, en una genuina desobediecia civil y fue capaz de afrontar el costo
de su rebeldía. En ocasiones menos fundadas, otros gritan, hacen huelga, sabotean
en nombre del derecho a la disidencia ciudadana, para luego exigir el pago por
su “valentía”, incluido el cobro de prestaciones sociales y hasta alguna
condecoración por “la ejemplaridad de su gesto”. Muhammad Ali fue condenado a
prisión, pagó fianzas, pagó multas, fue despojado del campeonato mundial de los
pesos pesados y se sometió al boicot de quienes manejan el Estado y los
negocios. Y esperó. Y siguió en pie. Y volvió, como los buenos combatientes,
con menos ímpetu, pero con más sabiduría, a pasearse sereno por el
cuadrilátero, con la estrategia de “la avispa que pica y se retira”.
En el ring, contra Foreman, no miraba a éste,
sino a la esquina de su contrincante. Interrogado por su entrenador por qué
hacía eso, Ali le respondió: “Es que mi pelea es con Archie Moore” (el
entrenador de Foreman). Era la sabiduría del discípulo frente a la del maestro,
porque Ali ya podía darse el gusto de ese riesgoso homenaje en medio del
combate, aquel día inolvidable de 1974 en la entonces Zaire.
Ayer se nos fue. Nos deja la alegría de haber
sido sus contemporáneos.
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