sábado, 4 de junio de 2016

El más grande

Ali, en 1962


(a Luisana Castillo) 

Seis de la mañana. Cuchi me da la triste noticia: murió Muhammad Ali, un símbolo de la conciencia moral de nuestro tiempo.  

Lo declaré mi ídolo desde 1964, tras un fingido rechazo inicial a sus desplantes verbales (en realidad me gustaban). Ese falso rechazo me llevó a apostar en su contra la víspera de la primera pelea con Sonny Liston. Por fortuna, perdí la apuesta -yo ligaba a perder-, porque Alí (aún se llamaba Clay) ganó y la pagué con gusto a Aquiles Cordero, quien se ufanó largamente de su acierto. Desde ese día olvidé la simulada distancia con sus alardes, de los cuales me torné en abierto defensor, frente a la manida acusación de “bocazas” con que los comentaristas deportivos rotulaban al más insigne aguafiestas del boxeo mundial. Lo otro: su inmensa calidad como atleta y su presencia coreográfica en el ring, no necesitaban defensa. Eran (y son) un asombro unánime.  

A esas razones se agregó una de carácter distinto: la civil apostura de su voz ante el poder militar de su país. Esa voz estuvo acompañada de una conducta: la renuencia insobornable a participar en la guerra de Vietnam. Poniendo en gravísimo riesgo su futuro como deportista, y sacrificando su corona mundial, Muhammad Ali se mantuvo firme en la objeción de conciencia, en una genuina desobediecia civil y fue capaz de afrontar el costo de su rebeldía. En ocasiones menos fundadas, otros gritan, hacen huelga, sabotean en nombre del derecho a la disidencia ciudadana, para luego exigir el pago por su “valentía”, incluido el cobro de prestaciones sociales y hasta alguna condecoración por “la ejemplaridad de su gesto”. Muhammad Ali fue condenado a prisión, pagó fianzas, pagó multas, fue despojado del campeonato mundial de los pesos pesados y se sometió al boicot de quienes manejan el Estado y los negocios. Y esperó. Y siguió en pie. Y volvió, como los buenos combatientes, con menos ímpetu, pero con más sabiduría, a pasearse sereno por el cuadrilátero, con la estrategia de “la avispa que pica y se retira”.  

En el ring, contra Foreman, no miraba a éste, sino a la esquina de su contrincante. Interrogado por su entrenador por qué hacía eso, Ali le respondió: “Es que mi pelea es con Archie Moore” (el entrenador de Foreman). Era la sabiduría del discípulo frente a la del maestro, porque Ali ya podía darse el gusto de ese riesgoso homenaje en medio del combate, aquel día inolvidable de 1974 en la entonces Zaire. 

Ayer se nos fue. Nos deja la alegría de haber sido sus contemporáneos.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario