“y mi pobre País pico de pájaro buchón que se lo lleva”
Alvaro
Montero
(Bajo qué señal comenzó el fuego)
(Bajo qué señal comenzó el fuego)
Dedico a
Guy Monod, en cuya memoria viven imágenes petroleras que un día leeremos.
La poesía y el país. La poesía en el país. El país en
la poesía. La poesía en su país. El país en su poesía. El país de la poesía. La
poesía del país... Y así, podríamos
continuar ad nauseam las permutaciones de la frase, hasta encontrar la
señal que nos indique algún camino para mi intervención de esta tarde en
Barinas. No sé muy bien en qué consistirá. Sólo tengo una idea: optar por
convocar las imágenes que el nombre de la mesa (Releer a Venezuela) me sugiere, y dejarme llevar por ellas. Pido
disculpas por el caos que, seguramente, ello supone, caos que trataré de
compensar con la brevedad de estas palabras, por lo menos.
Lo primero que
llega a mi memoria es la imagen de unos apamates llenos de petróleo, como
emblema terrible de la violencia que la ocupación petrolera fue dejando por el
oriente del país y por otros de sus puntos cardinales. Yo encontré esos
apamates en un libro de poemas. Debo a Gonzalo Ramírez, aquí presente, y a
Alejandro Oliveros, el descubrimiento de ese libro insólito de la poesía
venezolana, escrito por el poeta Villarroel París, hoy olvidado como tantos
buenos escritores.
Acostumbrado a que
el tema petrolero se me apareciese sólo en otros géneros literarios (ensayo y
narrativa, especialmente), la lectura del libro De un pueblo y sus visiones
(Universidad de Carabobo, 1979), de J. M. Villarroel París, me deparó la
sorpresa de otra perspectiva del tema y me ofreció un aluvión de imágenes que
sólo un poeta puede ofrecer cuando se trata de mirar sombras, en este caso, las
sombras de una patria. Leer el territorio del petróleo en Venezuela, a
través de la memoria de un poeta, es acceder a un estadio superior del tema.
Hagamos, entonces, un breve viaje de la mano del libro en el que Villaroel
París recrea la errancia de su padre por los campos petroleros de nuestras
tierras asoladas.
1. “Esta meseta está llena de taladros
Desde el Tejero Santa Bárbara Jusepín
Los apamates están llenos de petróleo
Muertos con una tristeza de país en ruina
Esta meseta está llena de taladros
Sembrada de hombres muertos
Un largo cementerio viene desde Caripito
Y no tiene fronteras
Es la gesta la nueva conquista entre pueblos
(...)
Esta meseta está llena de taladros balancines y mechurrios
Esta meseta esta de lleno de todo y de nada”.
La
narrativa nos había hablado de las casas muertas que la Venezuela agraria fue
dejando en sus postrimerías, y también de las casas vivas que el petróleo
comenzó a levantar en los inicios de su inserción tentacular en nuestras vidas.
Algunas de esas casas iban a terminar totalmente derribadas o en
ruinas, según soplaran los vientos del negocio (...)
--
La antropología y
la sociología, la ciencia política y la literatura también nos habían descrito
el mundo particular de la explotación petrolera. Podríamos, de ese modo,
releer, entre otros textos importantes, Mene, Oficina Nro.1, Guachimanes,
Sobre la misma tierra, Mancha de aceite, Venezuela: política y
petróleo o Antropología del petróleo, y quizá comprobar que
Díaz Sánchez, Otero Silva, Bracho Montiel, Gallegos, Uribe Piedrahita, Rómulo
Betancourt y Rodolfo Quintero, respectivamente, siguen diciéndonos cosas
importantes sobre el petróleo en Venezuela, pero no será suficiente. Faltará la
visión del poeta, faltarán las imágenes fecundas que sólo la poesía es capaz de
transmitirnos. No estarán, por ejemplo, esos apamates llenos de petróleo que
disparan su terrible desamparo desde las páginas de uno de los poemas
narrativos más sorprendentes de la poesía venezolana del siglo XX. O estas
otras que quiero ahora compartir con ustedes:
Con pájaros traídos del barranco
Decía la última fiesta en Miraflores
Bailar hasta morirse vomitando
Una noche y otra por El Venado y Campo Rojo
Porque cantaba algunos tangos para sufrir
Viejas canciones de un siglo sin recuerdos
(...)
Un encuentro fugaz Diario festín de campo
Sus ojos disparados
Decían una noche sin lámparas Su carne tísica
¿y quién más que la muerte nos podía cantar?
Tarareamos este mundo de petróleo
Perdido el rostro la identidad el nombre.
La ciega
Buenaventura es una figura ominosa. Es la figura de la muerte emblemática que
paseará su estela umbría por todas las estancias de este libro. No en balde es
la primera muerta de este viaje, caída en la calle Maturín de Quiriquire y
convertida desde ese instante en el perfil funerario del paisaje y en la voz
espectral que lo recorre. Buenaventura es la muerte misma, la muerte que canta
como la mabita.
Veníamos entre gentes de tantos campos perdidos y cerrados
Cuando yo abrí los ojos mis pies se habían llenado
Con todo el abandono de esos pueblos
Sellé mis compromisos con el pasado familiar
Pero es mentira aquí estoy cargando todos los cementerios.
Villarroel París
irá paso a paso revelándonos el paisaje que captó en su niñez, cuando acompañó
a su padre (un obrero petrolero) por los diversos campamentos que conformaron
la geografía del oro negro. Asistió al bautizo del primer taladro en el Delta,
“caño San Juan cayena putrefacta/ tierra del aluvión de la malaria” donde
estuvo su padre encuellador, “en lo alto de la torre, temblando como un
pájaro”. Asistió al incendio de Quiriquire desde la calle Bolívar y vio con asombro
antiguo el fuego que era el diablo incontrolable de los campos petroleros.
Asistió al desfile de las pintadas, las cariñosas, las amorosas, las putas
tristes del asfalto, aptas para el amor y también para la certera puñalada,
dada o recibida, conforme lo dispusiera su destino. Acudió a la fundación de
pueblos que vivieron un fugaz esplendor antes de convertirse en los fantasmas
que ahora son o en los lugares sin centro en que se tornaron algunos. Presenció
la caravana de hombres que también forma parte del paisaje de este libro, o
mejor dicho, que es el paisaje profundo de este libro doloroso, íngrimo.
3. Si la Venezuela
minera, que apostaba -ingenua o maliciosa- por el progreso, tuvo en José Tadeo
Arreaza Calatrava a su poeta cimero, la Venezuela herida por el petróleo, sólo
tiene ahora que descubrir el suyo en J. M. Villarroel París.
Releer a Venezuela
en las páginas de sus poetas, para conocerla, reconocerla y comprenderla, es
una tarea fascinante que aún no hemos hecho del todo. Algunas contienen miradas
oblicuas, íntimas o secretas a paisajes y a momentos cruciales de nuestra
historia. Otras son memoria pura, es decir, recuerdo y recreación, fotos fijas
o ramalazos que laceraron la infancia, como éstos que recogen los versos de la
espléndida poesía narrativa de Villarroel París, voz plena de intemperies y
abandonos que revela el rostro de otro país y las secuelas de un sacrificio
cotidianamente preterido.
Con muchos pueblos muertos sobre su cabeza
Errante y desmontable estallante de luz entre sus aros
Llegó a El Tigre armado de fracasos y silencios
Un pueblo Un nombre un aletazo de pájaro muriendo
Entre mechurrios y cielos rojos
Un pueblo Un garabato en la sabana de Guanipa.
El libro concluye,
como era previsible, con una elegía al padre. Es, probablemente, la más sobria
elegía de la poesía venezolana. Ese padre, gallero y guapo, que levantó una
casa para su familia y la llamó “En Dios confío”, se yergue en los versos de su
hijo como un héroe de nuestra historia no historiada y como protagonista de una
jornada anónima que espera todavía a sus poetas.
Hablaba en voz alta para espantar vientos
Y los ruidos del mar en el puerto de Irapa
(...)
Y en cada viaje nos decía:
-Aquello está triste como un velorio
Las casas se están cayendo
El viejo Tigre ha muerto
La gente allí ha muerto.
Y mi padre que en Morón peleó con cuatro árabes
Que fundó pueblos y tuvo amores en Barrancas Temblador y Pedernales
Está allí tranquilo
Envuelto en su traje gris
Estrenado este último diciembre.
Eso ero lo que
quería decirles mediante este borrador. Muchas gracias.
Freddy
Castillo Castellanos
Barinas, 24 de febrero de 2006.
--
(El
texto anterior, además de ser leído en Barinas (2006), lo fue también (junto a otros
dos) en Cumaná, gracias a una invitación de Ramón Ordaz, en junio de 2007, en el marco de la Bienal "Ramos Sucre" de ese año.
Recuerdo el generoso agrado de Ramón por estas notas acerca de Villarroel París).
--
P.S: El paisaje petrolero también está presente
en Cabimas-Zamuro de Carlos Contramaestre; en Bajo la grúa y Sobre el
andamio de Simón Petit; en algunas estrofas de Nuevo Mundo Orinoco de Juan
Liscano; y en unos poemas que leí en la revista Zona Tórrida Nro. 43 (2011), de
Hugo Fonseca Arellano, bajo el título Campo Norte, fechados en San Tomé, en
noviembre de 1990. Cito apenas los que conozco y recuerdo en este momento. Una
lista, mucho mayor, debe estar recogida
en algún estudio académico del que espero enterarme pronto para disminuir mi falta de información. Se entiende
que me refiero al tema petrolero en la poesía venezolana, no en la narrativa,
cuyos ejemplos son tan numerosos como conocidos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario