Rafael Cadenas
Era un domingo del 66. No recuerdo si todavía
era abril o ya era mayo. Si tuviera ordenado mi archivo, podría precisar
la fecha, pero esa es una tarea que requiere (y amerita) tiempo que no tengo
ahora y que espero tener pronto. Lo cierto es que fue un día feliz para mí: leí
en el Papel Literario unos textos que me deslumbraron. Durante largo rato
estuve contemplando la lluvia en el patio de mi casa, mientras memorizaba uno
de los poemas que me había fascinado. Digo uno, pero miento. Eran tres o cuatro
los textos que todo el santo día estuve repitiéndome. Sólo dejé la publicación
cuando, al atardecer, salí con mis padres a hacer una visita. Y la suerte me acompañó:
en la casa visitada (era de un colega y amigo de mi padre) habían comprado El
Nacional y lo tenían en la mesa del recibo. Allí estaba, por supuesto, el Papel
Literario. Así que los poetas (en especial, “el poeta”) no me desampararon ese
día. Yo contaba las horas que faltaban para comentar con una compañera del liceo
el enorme descubrimiento que esa mañana había tenido de la nueva poesía
venezolana. Quería compartir con ella mi efusión.
¿Qué había leído con tal entusiasmo? La muestra
que el Papel Literario publicó del libro
premiado y de las tres menciones honoríficas del Premio de Poesía “José Rafael
Pocaterra” del Ateneo de Valencia de ese año. Bastan los nombres de los autores
y los títulos de los libros para rubricar la calidez de mi imborrable lectura: Francisco
Pérez Perdomo, ganador, por su libro La depravación de los astros; Rafael
Cadenas (Falsas maniobras), Jesús Sanoja Hernández (La mágica enfermedad) y
Luis Alberto Crespo (Si el verano es dilatado), con sus valiosas
menciones honoríficas.
Barquisimetanos orgullosos y lectores
asombrados, durante varias semanas, mi compañera Blanca Cabral y yo no hicimos
más que hablar de Cadenas.
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Cuando se cumplieron treinta años de la
publicación de Falsas maniobras, un gran escritor de mi generación, Alejandro
Oliveros, recordó la primera vez que oyó el nombre de Rafael Cadenas. Fue,
justamente, ese mismo año de 1966, y también, con motivo del concurso de poesía
“Pocaterra” en el que Cadenas figuró “oficialmente” como segundo, pero no. Casi
desde el mismo día del veredicto, sin desmérito de nadie, Rafael Cadenas concitó
la atención principal de una mayoría de lectores, que desde entonces, lo ha
seguido con creciente admiración.
Han pasado cincuenta años. Para celebrarlos, me
voy de nuevo a Mi pequeño gimnasio y hago en silencio el reparador ejercicio
de la relectura.
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MI PEQUEÑO GIMNASIO
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MI PEQUEÑO GIMNASIO
Consta de una almohadilla que golpeo con
acompañamiento musical.
Un saco de arena donde descargo todo el peso de
la calle.
Una esterilla para hacer contorsiones que
producen olvido.
Un hueco en triángulo donde me oculto para no
ver.
Una cuerda donde me castigo por toda la
prudencia del día.
Un artefacto en forma de 0 en el que me doblo
para evitar los reclamos de mi conciencia.
Una barra horizontal sobre la cual me río de mis
intenciones.
Una tabla donde doy golpes innecesarios que podrían
estar mejor dirigidos.
Un pequeño extensor de idiota que me estira por
todos los frutos que no tomé, los actos que no hice, las palabras que no me
atreví a decir.
Una soga donde extorsiono mi brazo derecho por
todas mis indecisiones, olvidos, cambios.
El resto lo compone el ajuar ordinario de todo
deportista.
Los ejercicios son efectuados en la oscuridad.
Por vergüenza no admito espectadores. (El
descontento sordo, por otra parte, ahogaría al que osara entrar).
Soy de todas maneras un aprendiz. No he podido
alcanzar mis rodillas con la frente, todavía me es imposible arquearme hacia
atrás hasta tocar el suelo, tampoco logro pararme sobre las manos.
Algunas veces el exceso de pesadez me vuelve
ridículo. (Me recuerdo en lamentables posiciones y siento dolor).
A pesar de mis esfuerzos sigo siendo carnal,
rudo, indisciplinado.
En el fondo los ejercicios están enderezados a
hacer de mí un hombre racional, que viva con precisión y burle los laberintos.
En clave, persiguen mi transformación en Hombre
Número Tal.
Llanamente y en mi intimidad, espero con ellos
dejar de ser absurdo.
(Rafael Cadenas, Falsas maniobras, 1966)
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