José Manuel Balmaceda
En un libro sobre historias chilenas del siglo
XIX, tras leer una estupenda crónica sobre la Picantería (la famosa tertulia de los Amunátegui), encuentro un ensayo acerca del suicidio de
Balmaceda, escrito por el joven historiador Andrés Baeza. En pocas páginas, Baeza
recorre el drama (personal y colectivo) que Chile vivió ese terrible año de
1891: la cruenta guerra civil y el suicidio del presidente derrocado. Al mencionar
los motivos de la feroz contienda, Baeza recuerda que una de las cosas señaladas
como detonante bélico fue la decisión del presidente Balmaceda de aprobar por sí
mismo el presupuesto de su gobierno, sin tomar en cuenta al Congreso, único
poder público con potestades en materia de autorización presupuestaria.
Salvando las distancias, los motivos y las enormes
diferencias, quiera dios que la asociación que podamos hacer entre lo que ahora
pasa en Venezuela, con lo ocurrido en Chile hace 125 años, no sea ominosa, sino
sólo ilustrativa, y, sobre todo, aleccionadora. Tan dados como somos a la
falacia analógica, se desea también que no hagamos mecánicas comparaciones…
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El descriptivo trabajo de Baeza me recordó la
silueta que Pablo Neruda estampó de Balmaceda en su enorme Canto General. En particular, el momento del suicidio en la
legación argentina:
“Sin
suscitar la menor sospecha acerca de lo que planeaba, la noche del 18 de
septiembre Balmaceda estuvo charlando con Uriburu y le entregó una carta dirigida a su esposa Emilia y otra
para su madre, ‘encargándole con cierto calor inusitado en él que las hiciera
llegar con seguridad’. Luego alcanzó a dormir unas horas, al parecer, antes de
levantarse para ordenar la cama y los escasos muebles de la habitación. Dejó
una carta a Uriburu sobre la cabecera de la cama; su reloj y su billetera, con tres mil pesos de la
época, los dejo sobre la mesa (…). Se asomó un instante por la ventana y miró
por última vez la cordillera. Su cuidada vestimenta correspondía a la de un
hombre de su rango: con un elegante traje negro, que a la vez representaba un
riguroso luto, procuraba verse como todo un caballero. Siendo las ocho de la
mañana del 19 de septiembre de 1891, se recostó en su cama y, asiendo la
pistola con la mano derecha, apuntó a la sien y jaló el gatillo que le
perforaría la cabeza”.
Neruda, como corresponde a su poesía, se detuvo
en el instante de la ventana y vio que por los ojos de Balmaceda entraba el
paisaje de la patria.
Leyendo esas páginas chilenas, más que en los
hechos, pienso en algo que lastimosamente parece escasear ahora entre nuestros gobernantes:
vergüenza y dignidad.
(El
texto de Andrés Baeza que he referido se titula “La muerte de José Manuel Balmaceda”. Está dentro del libro
colectivo Historias del siglo XIX chileno. Vergara, 2006)
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