Bartolomeo Veneto. Retrato
conocido como Flora. Supuestamente, Lucrecia Borgia
Que César y Lucrecia fueron los hijos más
inteligentes de Rodrigo Borgia, parece no haber dudas. Tampoco, que fueron los
más calumniados, aunque muchas de las cosas que se cuentan sean ciertas. Eso
nos dice Vicente Blasco Ibáñez en la novela que dedicó a la historia de la
famosa familia valenciana (“A los pies de Venus”), para poner, con más simpatía
que indiferencia, algunos puntos sobre las íes.
Pasa siempre. Mucha gente divide en blanco y
negro y desdeña los matices, aunque desde el negro o el blanco que finalmente
representan, se proclamen tolerantes. Basta ver sus discursos, para apreciar
cómo involuntariamente se les cae la máscara. No pueden. “Es que somos así”,
podrían decir, siguiendo al viejo escorpión de la fábula. Pero no, no lo dirán
jamás. Recogen la máscara caída y se la ponen, como Julio II en la historia vaticana.
El equivocado será siempre el otro y el mensaje de evidente sectarismo que
profieren es sólo una “sana advertencia”, de la que ellos son afortunados
portadores. Es sólo un llamado
“generoso” y regañón para que el otro, pobrecito, rectifique. Dan ganas de
ponerles la aureola de santidad. César Borgia, que no se andaba con rodeos,
jamás les creería el cuento, como no se
los creyó ni a los Sforza ni al cardenal Della Rovere, hasta que tuvo con el
último el costoso descuido que le imputó su brillante amigo Maquiavelo y que mi
maestro Juan Nuño, a quien he intentado copiar en esta digresión, no
desmentiría…
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Volvamos a Blasco. Seguramente, si no hubiese
actuado en política de la exitosa forma en que lo hizo, Alejandro VI sería
parte de los muchos papas concupiscentes y casi anónimos que lo
antecedieron. Pero no, puso la pica
valenciana en el Flandes italiano y dio cuenta de los Orsini, güelfos o
pretendidos tales, y de los Colonna, supuestos gibelinos (Burckhardt dixit).
Eso bastó para que la ojeriza universal se cebase en su contra, y no hubiese
“historia universal de la infamia” que lo tuviera casi como ejemplo único,
junto a sus hijos, especialmente, junto a los dos más destacados: César y
Lucrecia.
Con Lucrecia, más bella que la muy atractiva
Catalina Sforza (lo que ya es decir), la jauría no escatimó denuestos ni
exageraciones para descalificarla. Así
lo dice Blasco Ibáñez en el citado libro, en cuyas páginas se toma varias
licencias, adorables a través de algunos personajes. De ese modo, Enciso se
expresará de la Duquesa de Ferrara con estas palabras:
“—Muy
mujer, muy aficionada a vestidos y joyas: ninguna de su tiempo poseyó tantos
trajes (…). Algo indolente y pasiva pero de gran talento. Hablaba el italiano,
el francés, el griego y el latín, (inútil mencionar las lenguas castellana y
valenciana, que eran las íntimas de la familia.) Sabía igualmente el alemán,
aunque menos que los idiomas ya citados, y escribió poesías muy aceptables en
algunos de ellos. César también había hecho versos en la Universidad. En esta
familia de exaltados y ardorosos, todos tenían algo de poetas. Una hermana de
Alejandro Sexto, doña Tecla de Borja fue notable poetisa en su tierra, muy
loada por el gran trovador Ausias March. Al morir la lloraron casi todos los
poetas de Italia”.
La mención de los poetas me recuerda la escena
del Sacro Colegio, un mes después de la boda de Lucrecia. Allí se deliberó
acerca de la polémica abdicación de César como cardenal. En el consistorio,
Garcilaso de la Vega, padre del poeta homónimo, se opuso con ahínco, pero sin éxito, a la dimisión cardenalicia
del más temido de los Borgia. De la Vega siguió instrucciones de su rey
Fernando el Católico, otro posible Príncipe de Maquiavelo. No ignoraba don Fernando
los peligros que suponía la estudiada renuncia de ese capelo...
Sirva la mención del poeta toledano, predilecto
de Cervantes, para cerrar con un célebre verso suyo esta breve evocación de los
Borgia. Bien podría Blasco Ibáñez habérselo dedicado a Lucrecia. Vamos, que se
lo dedicó:
“Escrito está en mi alma vuestro gesto”.
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