Vermeer
Tal vez Pedro Salinas nunca imaginó que el mundo
sin cartas, que él situaba en los avernos, no tardaría medio siglo en arropar el
planeta. En su hermoso ensayo en defensa de “la carta misiva y la
correspondencia epistolar” se preguntó famosamente:
“¿Porque ustedes son capaces de imaginarse un
mundo sin cartas? ¿Sin buenas almas que escriban cartas, sin otras almas que
las lean y las disfruten, sin esas otras almas terceras que las lleven de
aquéllas a éstas, es decir, un mundo sin remitentes, sin destinatarios y sin
carteros?”
Es justo por las “almas terceras” que recordé el
elogio de Salinas a esa escritura aparecida hace más de cuatro mil años como
“carta de amor” en Babilonia, según refiere el propio autor de “La voz a ti
debida”. Sí, lo recordé por los
carteros, un oficio que se extingue. O mejor: que casi se extinguió.
El poema de esta noche, que me gustaba decir en
voz alta en los 80 (en especial, por su última estrofa) es un precioso homenaje
al noble oficio. Lo escribió un viejo poeta de Alcoy: Juan Gil-Albert.
Sin más:
LOS CARTEROS
Si un
cargamento fuese cosa viva.
Si la
palabra escrita trascendiera
del papel
que la seca y la defiende
de su luz
conceptual;
si cada
pliego lleno de expresiones
particulares,
tristes, entusiastas,
pesara
enoro fino lo que vale
cada
impulso allí impreso, ¿es que podría
cruzar con
su costal indiferente
las calles
y dejar en mano ajena
un hombre
como tantos nuestra dicha
o esa
fulminación inverosímil
que un
rectángulo puede provocarnos
cual
polvorín silente?
¿Podría
soportar tanto albedrío
un hombre
solo, un alguien indefenso
que no
recela nada de la suerte
que va
sembrando?
No. Y en
cambio lleva
lo que
todos esperan en su día
recordar o
borrar tardíamente:
una
noticia escueta, una palabra.
Algo que
si leyera equivocado
nuestro
vecino apenas rozaría
su
humanidad un aire de extrañeza.
Pero que
para mí tiene un sentido
de
inexorable.
Llegan
como en vuelo
de una
diversidad de lejanías
y van a
dar cual leves voluntades
a ese
usado bolsón que en bandolera
lleva
sobre su espalda misteriosa
un intruso
inocente.
Paso a
paso
distribuye
este hombre entretenido
las nuevas
que banales o apremiosas
le han
sido confiadas.
Pero un
día
deposita
ese sobre que contiene
con fiero
laconismo el gran suceso
de una
generación. Alguien descifra:
-una mujer
velada y temblorosa-
“Ariadna,
te amo”. Y es que Nietzsche
acaba de
sumir su genio augusto
en la locura
eterna.
(Juan Gil-Albert)
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