Por la
tarde, Montaigne.
Cualquiera
de sus páginas es una invitación a pensar y escribir libremente. Ejerció con
gracia una virtud que disgusta a los sistemas: la total independencia
intelectual. Leyó y discurrió sobre sus lecturas, sin pagar tributo a métodos y
sin serle sumiso a dogma alguno. Cultivó el entusiasmo por la belleza, pero no
incurrió en sobresaltos. Jamás perdió el sosiego.
Lo que
Picón Salas llamaba “aseo del alma”, fue algo que siempre acompañó a Montaigne.
Tal vez por eso se vio a sí mismo de manera descarnada y pudo, sin disimulo,
recusar la eterna plaga de los presuntuosos. Procuraba alegrarse, porque no
gustaba de ceremonias tristes, menos aún de las fórmulas patéticas del
autoelogio. Leo:
“Nunca me
parece la filosofía tan bien como cuando combate nuestra presunción y vanidad,
y cuando reconoce de buena fe su propia irresolución, flaqueza e ignorancia. Me
parece que la madre de nuestras más falsas opiniones particulares y públicas es
la opinión, buena en demasía, que tiene el hombre de sí mismo”.
A veces
siento, frente a inexplicables petulancias de personas más pendientes del éxito
y la nombradía, que de la autenticidad de lo que escriben, que valdría la pena
una larga temporada de Montaigne, no sólo para renovarle honores y merecidos
homenajes, sino también –y sobre todo- para la urgente higiene del entorno.
Citado por Montaigne, dijo Marcial:
“Nada hay
tan seguro de sí mismo como un mal poeta”.
¿No será dable sustituir “poeta” por “escritor”
(o pretendido tal), para abarcar también a otros letraheridos?
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