J.L.L
Juan de Herrera,
arquitecto de Felipe II, traza el capitel corintio de la catedral y disfruta el
turrón que acaban de traerle en la berlina del Palacio. Lo paladea. Lezama,
quien lo describe, cierra la frase con un suspiro y dice: “Qué delicia en esa
imagen posible”.
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Nada más lezamiano que
el deleite del turrón. No. Más lezamiana es la balada escrita en enero de 1955,
incluida en “Algunos tratados en La Habana”. Copio la analogía, vale decir, la
descripción:
La pétrea flora corintia dibujada por el pulso de la mayor firmeza que
hemos tenido para el tratado de lo resistente, y de pronto, enlazado en
brevísima placa, la magia árabe de las avellanas, la flor del almendro, las
disciplinantes abejas, penetrando por un embudo terminado en punta platinada,
la punta donde comienza a sonar el organillo del sabor.
Alguien dijo una vez que
la arquitectura era una rama de la repostería. Juan de Herrera debió estar de
acuerdo, más ahora, cuando Lezama lo sorprende sintiendo los “corpúsculos del
sabor contra el cielo del paladar” e imaginando que el rey ya no es el rey,
sino un califa que acaba de ordenarle que “dibuje la mancha de ese sabor y que
los albogones, de cinco cuerdas, propaguen con la justeza de su proclamación,
el oro inquietante de las sucesiones”.
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Recuerdo a Lezama, quien
murió el 9 de agosto de 1976, hace hoy cuarenta años. Repitiendo el apellido, mi
hijo Martín reparó un día en este verso bifronte del que me apropio:
Lezama / les ama.
Y les invita al barroco placer
de la miel y las almendras.
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