Alabó Píndaro la audacia
de los cuerpos y el fulgor de las carreras. No escatimó loores para quienes, por
sus triunfos en los juegos, alcanzaron una dulce placidez por el resto de sus
días. Así, cantó a Hierón de Siracusa, quien amaba los caballos y en el año 476
fue vencedor indiscutido.
Al comienzo de ese
canto, tenido por Luciano como el más bello de todos, Píndaro hizo la alabanza
del agua y del oro, “como ardiente fuego”, pero los primores de su himno los
reservó para ensalzar a los vencedores en Olimpia, premiados por los dioses.
Los juegos volvieron,
pero sin Píndaro, que a nadie parece hacerle falta en este tiempo, salvo al
excelente poeta español Juan Antonio González Iglesias, quien publicó en el
2005 un bellísimo libro titulado Olímpicas, de donde tomo estas
palabras a las que me adhiero:
Más allá de las ceremonias, de los récords y de los
músculos, los modernos debemos al Barón de Coubertin el lujo de ordenar
nuevamente nuestras vidas según el ritmo olímpico, como si fuéramos arcaicos.
Yo, que vine a este mundo tras los Juegos Olímpicos de Tokyo, estoy escribiendo
estas líneas tras los de Atenas. Sería despropósito celebrar aquí mi
cuadragésimo aniversario. En cambio, creo que no lo es festejar mi décima
olimpíada, y pedir otras tantas a los dioses, incluso algunas más, cuya
candidatura ni siquiera haya sido presentida por las neuronas de los
mandatarios. Al paso, se me ocurre que ciertos poetas entusiastas deberían ser
miembros vitalicios del Comité Olímpico Internacional, con tanto o más motivo
que los deportistas retirados, los burócratas impenitentes y los últimos príncipes.
De acuerdo: ¡que haya
poetas en el Comité Olímpico!
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