Desde bien temprano, la
prosa más amable. Por unas ganas repentinas de leer a Alfonso Reyes, busqué sus
“páginas del jueves” en El Sol, incluidas en la primera serie de Simpatías
y diferencias. En la dedicatoria me esperaba un sorbo de miel de aricas
para devotos de la imprenta, y es que Reyes ofrendó el libro a los tipógrafos y
correctores del diario madrileño y destacó “la más alta condición de su oficio”:
la serenidad. Nada mejor para enfrentar las impaciencias.
Pocas páginas después,
en una reseña de un libro de A. Dobson (A Booksman’s Budget) Reyes refiere
maravillas. Una: el libro mismo. Se trata de una especie de “silva de varia
lección” hecha de recortes, ocurrencias, “pequeñas erudiciones amenas” y
apuntes cotidianos. Otra: el nítido perfil que Reyes traza de los amantes de
esos libros, diferenciándolos de lectores menos felices. Los primeros (entre
los que se apunta) van a los libros (a todos) por amor, “como a un cultivo
benéfico y diario del espíritu”. Son los auténticos “aficionados a leer”.
Tienen a los libros por amigos. Los segundos, por oficio o por aburrimiento,
buscan en los libros “el amargo tónico de los rencores políticos” o convierten
en libro de consulta un volumen de “palpitantes versos”. No conocen el placer
de acariciar los libros y sólo andan pendientes de gazapos que suelen no ser
tales. Para ese tipo de lectores no publicó Dobson sus retazos.
Tampoco para ellos incluyó
Reyes en su artículo esta formidable anécdota acerca de los riesgos de la ironía.
La encontró en Dobson y la refirió así:
“En Los peligros de la ironía
encontramos la graciosa anécdota del ladrón sorprendido. El defensor no
hallando mejores razones, alega que su cliente era aficionado a dar paseítos
nocturnos por las azoteas de la vecindad, y que a veces le sucedía meterse por
otra azotea en vez de la suya. El juez, Lord Bowen, no pudo menos de sentirse
irónico ante tan ingenuos alegatos, y dirigiéndose a los señores del jurado,
para resumir el proceso, exclamó:
-Y ahora señores, si creéis realmente que el reo no
pretendía más que salir a sus habituales ejercicios nocturnos por los techos de
la vecindad; si aceptáis que sólo se quitó las botas antes de bajar a la casa
de su vecino con el laudable propósito de no molestarlo al ruido de sus pasos;
si consideráis que el hecho de embolsarse algunas piezas de la cuchillería de
plata no era más que un acto de inocente curiosidad de ‘connaisseur’, entonces,
señores del jurado, y sólo entonces, dejaréis al reo en libertad.
Con gran sorpresa del juez, el jurado puso inmediatamente al
reo en libertad”.
Al final Reyes le
pregunta a Azorín si sabe de alguien que pueda escribir en España un libro como
el de Dobson. Y que si sabe, que acuda rápido a ese ser para que lo haga, porque
“las víctimas del estío madrileño solemos esperar para octubre la llegada de
los nuevos libros y los viejos amigos”.
(El artículo de Reyes se
titula El museo privado de un escritor.
Fue publicado en 1918)
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