Borges frente a la casa de Evaristo Carriego. Palermo. Buenos Aires
Es fama que la Primera Enciclopedia de Tlön, de
la que durante mucho tiempo sólo conocimos el undécimo tomo, suscitó la
curiosidad de numerosos eruditos que no cesaban de buscar en diversas
bibliotecas del mundo los otros volúmenes del singular compendio. En 1940
Borges le atribuyó a su amigo Alfonso Reyes una propuesta práctica y creativa
para poner fin a ese largo e infructuoso afán: escribir entre todos “los muchos
y macizos tomos” que faltaban, y hacerlo “ex
ungue leonem” (el león a partir de la uña). Para ello -estimó Reyes (“entre
veras y burlas”)- apenas haría falta una generación de “tlönistas”. No sabemos
si la iniciativa de Reyes tuvo algún respaldo concreto, pero suponemos que
Néstor Ibarra se sumó a ella, pues era conocido su criterio de que los tomos
que se buscaban no existían y que había que inventarlos. Bioy Casares debió
aportar nuevas sentencias de heresiarcas, para agradar a su amigo Georgie, tan
proclive a las disidencias teológicas.
Por fortuna (o desgracia, nunca se sabe con
estas obras secretas), en 1944, en una biblioteca de Memphis, aparecieron los
cuarenta volúmenes de la Primera Enciclopedia de Tlön. Tres años después de ese
inmenso descubrimiento, Borges, optimista, calculó un siglo para la aparición
de los cien tomos que integran la Segunda Enciclopedia. Presumo que calculó con
numeración nuestra y no con la de Tlön, donde un siglo comprende 144 años. Así,
se espera que en el 2047 el mundo comience a volverse Tlön, como memorablemente
se dice en el último párrafo del magnífico informe escrito sobre el tema, bajo
el título Tlön, Uqbar, Orbis Tertius (Ficciones).
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Otras búsquedas menos metafísicas nos ha
deparado el referido texto. Una de ellas tiene carácter gastronómico y surgió a
partir del primer párrafo del mismo. Pocos olvidan que el descubrimiento de
Uqbar provino de la conjunción de un espejo y una enciclopedia, pero muchos
pasan por alto que esa noche hubo una cena en la quinta de la calle Gaona, en
Ramos Mejía. Precisamente, gracias a la memoria de algunos habitantes de ese
lugar, pudimos conjeturar cuanto sigue:
Borges y Bioy habían llegado temprano al partido
de La Matanza, donde cenaron juntos esa noche. No se nos dice qué comieron,
pero es de suponer que uno de ellos prefirió la frescura de una ensalada con
adecuado y límpido aderezo, mientras el otro no se rehusó al cordero
patagónico que el cocinero, contratado sólo para esa noche, les había ofrecido
por la tarde. Estaban en una amplia quinta, alquilada para pasar unos días
lejos de la atareada capital.
Los dos amigos hicieron una larga y animada
sobremesa. El hombre de cuarenta años tomaba agua. El de veinticinco, oporto.
Aunque esos detalles no aparecen en la célebre noticia que el primero elaboró,
los consigno acá por respeto al diligente cocinero, cuya presencia fue
preterida en el famoso informe y, porque tengo para mí, además, que si esa cena
no hubiese estado a la altura de ambos paladares, no habría ocurrido lo que
ahora todos celebramos: la existencia de un universo fantástico que es sólo un
lenguaje, un lenguaje fantástico a su vez.
Lo sucedido esa noche ha dado lugar a numerosas
tesis doctorales y a una copiosa reescritura de ardides literarios que no
parecen agotados todavía. Si a ello agregamos la repercusión que en diversos
centros de investigación científica sigue teniendo lo allí descubierto, nadie
podrá restarle importancia a este intento de subsanar ciertas omisiones, por
más ocioso que parezca. Creo que la gastronómica destaca entre ellas.
Es sabido que a la medianoche, antes de que uno
de los comensales partiera a Buenos Aires, un espejo los acechó desde el fondo
de un corredor. En ese espejo también se reflejaron unos platos y unas copas.
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Esa noche, en verdad, Borges se comió una
ensalada criolla bien surtida y Bioy un cordero asado acompañado con papas
fritas. Para el postre, hubo helado y dulce de leche. Borges, como ya se dijo,
bebió agua. Bioy, oporto. El espejo reflejó también una bandeja con alfajores
de Santa Fe. Los había llevado Borges desde Buenos Aires.
Como se recordará, el momento que marcó el fin
de la sobremesa fue escalofriante. Ambos tenían fijación por los espejos. En
uno, predominaba el terror. En el otro, una amable reverencia. A la medianoche,
cuando pasaba un ángel en medio del silencio, miraron hacia el fondo del
corredor y se sintieron espiados. “Entonces
Bioy Casares recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que
los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los
hombres”.
La “memorable sentencia” que Bioy le atribuyó al
heresiarca de Uqbar era, en rigor, una variación de la que aparecía en un texto
de su amigo: “La tierra que habitamos es
un error, una incompetente parodia. Los espejos y la paternidad son abominables
porque la multiplican y afirman”. Está en El tintorero enmascarado de Hákim
de Merv, de Historia universal de la infamia. Pero ese dato, a los fines
del informe de Borges, no podía ser mencionado.
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Uno o dos años después de la cena en la quinta
de la calle Gaona, en Ramos Mejía (capital del partido de La Matanza), Bioy
hizo una especie de parodia de la frase. Lo hizo en el que iba a convertirse en
el más celebrado de sus libros: La invención de Morel. Allí dirá: “El hombre y la cópula no soportan largas
intensidades”. Si bien la idea es otra, ese giro permite un pequeño diálogo
con lo abominable.
No es mucho más lo que sabemos de la cena,
porque el espejo carecía de las propiedades cinematográficas que Morel
inventaría poco después. Sin embargo, hay esperanzas de conocer algo más. En
Ramos Mejía se conjetura acerca de un lugar en el que se conserva otro informe:
el del cocinero. Éste esperó toda la noche, porque el señor Adolfo le había
prometido que lo llevaría a su casa, al finalizar la velada. En efecto, lo
llevó.
Alguien me dijo que durante varios días el
cocinero estuvo repitiendo la palabra “heresiarca” y que inventó un nuevo
postre con ese nombre.
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Mientras tanto, leo a Reyes, en El
deslinde:
“El escritor argentino Jorge Luis Borges ha
acertado con algunas narraciones trascendentales que, aunque sin trama
novelística, crean mundos ficticios: en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, inventa
un pueblo que concibe el universo bajo normas muy diferentes de las nuestras”.
Y saludo a los heresiarcas de todos los mundos
posibles.
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