domingo, 28 de febrero de 2016

Juan Larrea, caballero andante


Juan Larrea
 
En algún lugar vi ayer el nombre de Juan Larrea y recordé que tenía pendiente encontrar el texto en el que alguien lo describe entrando, sobre un caballo, en un instituto educativo de la Ciudad de México. El bilbaíno sonreía.  

La extraordinaria escena la leí hace muchos años y no precisaba dónde. En vano revisé las páginas de algunos españoles y mexicanos que fueron mis “sospechosos habituales” en la búsqueda. En los libros de Larrea el único caballo que veía era el del Guernica, que, en su peculiar análisis, no es precisamente un animal republicano como el que yo recordaba. Por la falta de señales, llegué a creer que me había inventado la imagen o que se la había oído alguna vez a Toto de Lima, insigne contador de deliciosas historias cervantinas. 

Pero hoy, ¡allegrezza!, en un artículo de Fabrizio Mejía Madrid encontré por fin la escena que buscaba. No la había soñado ni era una improbable invención de Toto. En efecto, Larrea irrumpió un día, montado en un caballo, en el patio del Colegio Español de México. Y sí, sonreía.
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El artículo, titulado Tiempo afuera, apareció en La Jornada Semanal el 28 de marzo de 1999. Todavía puede leerse en la red. Aunque no estoy completamente seguro (yo llegué a pensar que era en las “memorias” de un algún escritor mexicano), parece que fue allí donde me topé con la fascinante imagen ecuestre de Larrea. Ya para esa época hacía tres años que Alejandro Jimenez me había iniciado en internet y debí leer –sin dejar nota alguna- el magnífico texto de Mejía Madrid uno o dos días después de su publicación. Esto sí lo puedo asegurar, porque el 28-03-99 yo retornaba por carretera de un inolvidable viaje a Puerto La Cruz y no tenía modo de leer la edición digital de La Jornada.

Ahora leo con renovada emoción el primer párrafo de Mejía. En sus líneas cabalga esta imagen añorada: 

El 13 de septiembre de 1947 todos vieron la forma en que el profesor Juan Larrea monta un caballo en el patio del Colegio Español de México-Instituto Luis Vives, y sonríe durante unos segundos. El caballo se serena, mientras Larrea, cuyo pulso normalmente no era firme, sostenía las riendas para darse tiempo de saborear con orgullo su oscura soledad. Y es que -dice Jorge Semprún- hay un sombrío orgullo y una risa para adentro en el hecho de que nadie pueda ponerse en tu lugar cuando vienes de la muerte, de que nadie pueda adivinar ‘tu arraigo en la nada, tu mortaja en el cielo, tu singularidad mortífera’. Juan Larrea, al igual que los 250 alumnos y profesores que entonces tenía el Instituto Vives, sólo podían sonreír para ese mediodía del 13 de septiembre en que, armados con banderas franquistas, palos y piedras, los alumnos monárquicos del colegio católico Cristóbal Colón quisieron cercar a la escuela de los niños republicanos, los exiliados que habían perdido la guerra civil en 1939”. 

En las últimas líneas de su artículo, Mejía Madrid estampa el esplendor de un caballero andante: 

El Juan Larrea de México, el que sonríe para sí montado en un caballo que lleva hasta el patio quien luego fue el actor Lorenzo de Rodas, para enfrentar, ocho años después de la derrota, a los hijos de los falangistas que apoyaron con dinero y armas desde México al bando de los ‘alzados’ de Francisco Franco, no es ni el Semprún ‘clandestino’ que resiste contra falangistas, nazis y fascistas, ni el suicidado que termina cediendo a la vida después de la muerte porque recobra la sensación de vida, con todos sus deseos, incluso el de morir. De ninguna manera. El Juan Larrea de este episodio de la réplica de la guerra civil en la Ciudad de México piensa, montado en su caballo, que los pueblos hacen una sola guerra en su historia y que, aun condenándose a repetirla, encuentran siempre un momento en que el desenlace puede cambiar, en que se abre una posibilidad de que las cosas no resulten como lo hicieron la primera vez, de sustituir la derrota por la victoria. Y yo digo que por eso sonríe Juan Larrea el 13 de septiembre de 1947: acomoda las riendas y emprende la cabalgata hacia la puerta de su escuela al grito de: ‘Rompamos el cerco’.  

Y, esta otra vez, lo rompieron”.
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Satisfecha la búsqueda, puedo ahora citar este verso de Larrea, de cuando hacía con Vallejo la legendaria revista Favorables París poema: 

“…me siento invadido por un principio de sendero”.

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